La Segunda Luna por Enrique Bruce: El closet dentro del closet: Las muñecas rusas del coronavirus
De Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)
embruma@gmail.com
La pandemia del SIDA en los ochenta, satanizó las prácticas libres del sexo que florecieron y se fueron expandiendo en muchas zonas urbanas en los sesentas y setentas. La adscripción de dichas prácticas en la larga lista de las actividades recreativas de toda índole de la sociedad de consumo (puesto que el sexo entraba también en las filas del consumismo y las libertades que permitía el capital) fueron la impronta que marcó la rebelión de Stonewall en Nueva York en 1969.
En los años que vinieron, los desfiles gays en Nueva York y otras ciudades de credo individualista exteriorizaron en sus corsos diferentes puestas en escena de lo que se hacía a escondidas de manera grupal o individual: Chicos atléticos en paños menores danzando rítmica y pélvicamente en la carroza de la discoteca que los patrocinaba; el trasvestismo femenino o masculino salía paulatinamente de los clubes nocturno desplegando los colores de sus atavíos, siempre de fiesta a pleno sol; las prácticas sadomasoquistas en cueros y aditamentos cuyas funciones no eran de fácil entendimiento para los legos, se mostraban de manera no del todo didáctica por debajo de un anuncio comercial en sus carromatos. A la manera del teatro cómico griego, grandes prótesis de pingas y tetas se lucían entre risas y a veces, de forma alusiva a algún personaje público o tipo social aliado al conservadurismo sexual (Los políticos, los pastores evangélicos, los sacerdotes y las monjas solían ser el blanco predilecto). Cada vez un mayor público, entre amigos y grupos familiares, gays o no, salían a ver el desfile que se convertiría en un espectáculo ineludible de cariz político y/o festivo.
El movimiento homosexual era la joya en la corona de la vida sexual de heteros y homos que querían salir de los innumerables closets en que estuvieron confinados por décadas. Es por ello que el movimiento fue saludado por un buen porcentaje de la población general. Los desfiles conformaban el corolario de las olas de liberación sexual que los habían precedido en los últimos veinte años.
El SIDA y sus llamadas sanitarias en los ochenta, colocaron la mordaza a las proclamas libertarias. El sexo no solo liberaba sino contagiaba y mataba. En los varios discursos de diagnóstico y prevención del nuevo virus se evitaban los eufemismos de los testimonios de prácticas sexuales: “las relaciones sexuales”, “el hacer el amor” fueron reemplazados por reportes detallados de diferentes formas de penetración (que no eran muchas) y los intercambios de fluidos, reportes que se daban en todos los medios y a todas horas. La franqueza del sexo se instaló en las políticas de salubridad pero ello iba paralelo al cuestionamiento de los mores sexuales imperantes. La división de clases tomó un sitial importante en el discurso sobre el virus en los Estados Unidos: la epidemia del SIDA mataba a más a los hombres del gueto que a los burgueses blancos y de otros colores que vivían en los barrios más afluentes de sus ciudades; los negros pobres del llamado “Down Low”, reacios a la admisión de su propia sexualidad, eran menos francos en la admisión de sus prácticas en los consultorios, cuando iban (y cuando eran admitidos). Los hombres y mujeres dedicados a la prostitución, otra señal de división de clases, morían en mayor número en términos proporcionales que la población general. Los drogadictos perecían ante la mirada indolente de los funcionarios públicos que se resistían a hacer algo por ellos. La indiferencia mataba tanto como lo hacía el virus más exitoso del momento.
Los gurúes del sexo libre, como Xaviera Hollander en Playboy o Dan Savage en sus varios blogs, detenían sus yemas frente al teclado cuando trataban de disipar la culpa judeocristiana en las relaciones y estrategias sexuales en pos de un mayor placer que estos describían a sus varios seguidores. Las películas pornográficas de los ochenta empezaron a forrar con condones a sus dotados modelos. En el otro espectro, Larry Kramer, un feroz activista y fundador del Act Up que colaboró para que el régimen de Reagan promulgase lineamientos que frenasen el virus, ante una reticencia inicial y criminal de este, fue a la yugular de la comunidad homosexual al espetarles su irresponsabilidad al tener los saunas y los cuartos oscuros abiertos en plena pandemia. Muchos homosexuales le reclamaron a Kramer por estar en contra de los suyos: “Hemos luchado muchos años para conseguir visibilidad y el derecho a la libertad sexual para que ahora nos amordacen”, reclamaba uno de sus personajes en una pieza teatral que el judío neoyorquino escribió: The Normal Heart, estrenada en su ciudad en 1985. Esa línea de protesta se vería sofocada por la nueva época del miedo y la asimilación simultánea.
Una treintena de países han aceptado el matrimonio igualitario en estos veinte años. Los discursos en torno al tema LGTB han manifestado un afán integracionista con el resto de la sociedad. El orgullo que había insuflado la imaginación sexual y la rebeldía constante fue cediendo ante las imágenes de lesbianas y hombres homosexuales en relaciones monógamas y en algunos casos, adoptando niños. Las películas y la televisión por cable mostraban en los noventa a personajes homosexuales en actitudes decorosas. Los otrora barrios exclusivamente gays abrirían sus bares y condominios a personas heterosexuales quienes no tenían ningún problema en tratar a la lesbiana o al travesti vecino a ellos. Las pequeñas y escasas librerías en Manhattan que vendían exclusivamente textos de temática LGTB cerrarían a partir de la segunda década del siglo, y esos textos quedarían confinados en anaqueles “LGTB” de librerías grandes como Barnes & Noble y la Rizzoli.
Sin embargo, el prurito de la libertad sexual del gay y su particular administración irreverente seguía serpenteando en el cuerpo de muchos. Los saunas, las orgías privadas y los portales de encuentros hoy por hoy son ubicuos en muchas ciudades, dentro y fuera de los Estados Unidos, dado que el SIDA ha optado por una humillante retirada ante los antiretrovirales de mayor acceso y eficacia en estos casi veinte años. Una nueva pandemia, el coronavirus, ha tomado la batuta de su predecesora y sus afanes de expansión global son idénticos. El coronavirus no sataniza el sexo pero sí todo contacto físico entre las personas, y el sexo, claro, está en la lista de lo-que-no-se-debe-hacer.
Medio planeta está confinado hoy por hoy en el closet más grande de la historia: Nuestro pecado es más radical y omnipresente: Somos criaturas sociales. Hemos congregado plazas y templos, estadios y discotecas. Hemos compartido abrazos, cervezas, piqueos y fluidos en ambientes de penumbra. Nuestra individualidad se ha determinado siempre en relación a los demás; de modo más light, somos el pour soi sartriano sin ribetes existenciales. Como especie, hemos sobrevivido a los bosques y las tundras mediante la acción colectiva.
El confinamiento obligado es antinatura. El mundo se ha revestido de una ironía impensada meses atrás: Para sobrevivir como especie tenemos que dejar los hábitos que nos formaron como tal. El orgullo que nos embargaba cuando veíamos las grandes ciudades, sus luces y multitudes, se torna en un pasmo casi vergonzoso porque esos logros materiales nos hacen justamente vulnerables por la aglomeración viral en poblaciones de densidad demográfica. La maquinaria capitalista, espacio de sobrevivencia e injusticia a la vez, en estos últimos 400 años que atestiguaron dos revoluciones industriales, es puesta bajo la lupa. Los discursos de izquierda habían cuestionado la cultura de masas y el consumismo automatizado, pero también carraspea cuando ve los desmanes que ocasiona la paralización de esa maquinaria del flujo del capital. Para sobrevivir, tenemos que recurrir a la ideología deshumanizante del consumo frenético. El embrague de políticas ecológicas tiene que tomarse en cuenta, pero ahora no. Los mares ebullentes de vida en nuestras costas desiertas de humanos, los animales silvestres avistados en nuestros centros urbanos en un número nunca antes visto, avisan de nuestro infortunio.
Los intercambios de gente gay en las redes, en el closet compartido por todos, hablan de la necesidad de afecto y sexo. “¡Cuándo llegará el día que nos podamos tocar, abrazar, ligar, nuevamente!”, nos dicen desde sus muros y sus chats. Salvo excepciones, nadie habla de volver a ver a sus familiares, colegas o los seres queridos alejados de los ritmos percusivos de las fiestas que asaltaban playas y terrazas amplias; su anhelo se centra en el contacto físico del cuerpo a cuerpo. El closet global imprime un efecto menor en su psiquis que el closet sectario que vivieron en la adolescencia temprana. Quieren la fiesta, el mundo de posibilidades frente a la visión de un cuerpo bien formado. El discurso oficial, exteriorizado, higienizado, que reivindica “el derecho a amar” es saludado por la población en general, heterosexual o no. Sin embargo, todavía por lo bajo, un buen número de homosexuales desdeña el legado burgués que algunos de los suyos reclamaron: la monogamia férrea, el cuidado de los hijos, la sanción ritualizada del matrimonio. Esto quizás es señal de una adolescencia perpetua (correcciones políticas aparte) pero esa adolescencia que no tuvieron en su momento calendario, los ha marcado como comunidad ante el resto y sobre todo, ante sí mismos. El derecho de amar se repliega en ámbitos más a media luz, al derecho de tirar. El afecto y el amor existen por cierto en la comunidad LGTB, pero esos sentimientos proteicos nunca fueron su emblema; su emblema fue alzar el volumen de sus gemidos en la cama. Hasta el día de hoy no olvidan el derecho de reivindicar al adolescente sexual al que le fueron vetadas muchas libertades que tuvieron sus pares heterosexuales.
Este es el closet que viven, por momentos de más intensidad que el otro closet mayor medido por estadísticas de muerte e infección, que en tanto estadísticas, lo hace más lacónico.
embruma@gmail.com
La pandemia del SIDA en los ochenta, satanizó las prácticas libres del sexo que florecieron y se fueron expandiendo en muchas zonas urbanas en los sesentas y setentas. La adscripción de dichas prácticas en la larga lista de las actividades recreativas de toda índole de la sociedad de consumo (puesto que el sexo entraba también en las filas del consumismo y las libertades que permitía el capital) fueron la impronta que marcó la rebelión de Stonewall en Nueva York en 1969.
En los años que vinieron, los desfiles gays en Nueva York y otras ciudades de credo individualista exteriorizaron en sus corsos diferentes puestas en escena de lo que se hacía a escondidas de manera grupal o individual: Chicos atléticos en paños menores danzando rítmica y pélvicamente en la carroza de la discoteca que los patrocinaba; el trasvestismo femenino o masculino salía paulatinamente de los clubes nocturno desplegando los colores de sus atavíos, siempre de fiesta a pleno sol; las prácticas sadomasoquistas en cueros y aditamentos cuyas funciones no eran de fácil entendimiento para los legos, se mostraban de manera no del todo didáctica por debajo de un anuncio comercial en sus carromatos. A la manera del teatro cómico griego, grandes prótesis de pingas y tetas se lucían entre risas y a veces, de forma alusiva a algún personaje público o tipo social aliado al conservadurismo sexual (Los políticos, los pastores evangélicos, los sacerdotes y las monjas solían ser el blanco predilecto). Cada vez un mayor público, entre amigos y grupos familiares, gays o no, salían a ver el desfile que se convertiría en un espectáculo ineludible de cariz político y/o festivo.
El movimiento homosexual era la joya en la corona de la vida sexual de heteros y homos que querían salir de los innumerables closets en que estuvieron confinados por décadas. Es por ello que el movimiento fue saludado por un buen porcentaje de la población general. Los desfiles conformaban el corolario de las olas de liberación sexual que los habían precedido en los últimos veinte años.
El SIDA y sus llamadas sanitarias en los ochenta, colocaron la mordaza a las proclamas libertarias. El sexo no solo liberaba sino contagiaba y mataba. En los varios discursos de diagnóstico y prevención del nuevo virus se evitaban los eufemismos de los testimonios de prácticas sexuales: “las relaciones sexuales”, “el hacer el amor” fueron reemplazados por reportes detallados de diferentes formas de penetración (que no eran muchas) y los intercambios de fluidos, reportes que se daban en todos los medios y a todas horas. La franqueza del sexo se instaló en las políticas de salubridad pero ello iba paralelo al cuestionamiento de los mores sexuales imperantes. La división de clases tomó un sitial importante en el discurso sobre el virus en los Estados Unidos: la epidemia del SIDA mataba a más a los hombres del gueto que a los burgueses blancos y de otros colores que vivían en los barrios más afluentes de sus ciudades; los negros pobres del llamado “Down Low”, reacios a la admisión de su propia sexualidad, eran menos francos en la admisión de sus prácticas en los consultorios, cuando iban (y cuando eran admitidos). Los hombres y mujeres dedicados a la prostitución, otra señal de división de clases, morían en mayor número en términos proporcionales que la población general. Los drogadictos perecían ante la mirada indolente de los funcionarios públicos que se resistían a hacer algo por ellos. La indiferencia mataba tanto como lo hacía el virus más exitoso del momento.
Los gurúes del sexo libre, como Xaviera Hollander en Playboy o Dan Savage en sus varios blogs, detenían sus yemas frente al teclado cuando trataban de disipar la culpa judeocristiana en las relaciones y estrategias sexuales en pos de un mayor placer que estos describían a sus varios seguidores. Las películas pornográficas de los ochenta empezaron a forrar con condones a sus dotados modelos. En el otro espectro, Larry Kramer, un feroz activista y fundador del Act Up que colaboró para que el régimen de Reagan promulgase lineamientos que frenasen el virus, ante una reticencia inicial y criminal de este, fue a la yugular de la comunidad homosexual al espetarles su irresponsabilidad al tener los saunas y los cuartos oscuros abiertos en plena pandemia. Muchos homosexuales le reclamaron a Kramer por estar en contra de los suyos: “Hemos luchado muchos años para conseguir visibilidad y el derecho a la libertad sexual para que ahora nos amordacen”, reclamaba uno de sus personajes en una pieza teatral que el judío neoyorquino escribió: The Normal Heart, estrenada en su ciudad en 1985. Esa línea de protesta se vería sofocada por la nueva época del miedo y la asimilación simultánea.
Una treintena de países han aceptado el matrimonio igualitario en estos veinte años. Los discursos en torno al tema LGTB han manifestado un afán integracionista con el resto de la sociedad. El orgullo que había insuflado la imaginación sexual y la rebeldía constante fue cediendo ante las imágenes de lesbianas y hombres homosexuales en relaciones monógamas y en algunos casos, adoptando niños. Las películas y la televisión por cable mostraban en los noventa a personajes homosexuales en actitudes decorosas. Los otrora barrios exclusivamente gays abrirían sus bares y condominios a personas heterosexuales quienes no tenían ningún problema en tratar a la lesbiana o al travesti vecino a ellos. Las pequeñas y escasas librerías en Manhattan que vendían exclusivamente textos de temática LGTB cerrarían a partir de la segunda década del siglo, y esos textos quedarían confinados en anaqueles “LGTB” de librerías grandes como Barnes & Noble y la Rizzoli.
Sin embargo, el prurito de la libertad sexual del gay y su particular administración irreverente seguía serpenteando en el cuerpo de muchos. Los saunas, las orgías privadas y los portales de encuentros hoy por hoy son ubicuos en muchas ciudades, dentro y fuera de los Estados Unidos, dado que el SIDA ha optado por una humillante retirada ante los antiretrovirales de mayor acceso y eficacia en estos casi veinte años. Una nueva pandemia, el coronavirus, ha tomado la batuta de su predecesora y sus afanes de expansión global son idénticos. El coronavirus no sataniza el sexo pero sí todo contacto físico entre las personas, y el sexo, claro, está en la lista de lo-que-no-se-debe-hacer.
Medio planeta está confinado hoy por hoy en el closet más grande de la historia: Nuestro pecado es más radical y omnipresente: Somos criaturas sociales. Hemos congregado plazas y templos, estadios y discotecas. Hemos compartido abrazos, cervezas, piqueos y fluidos en ambientes de penumbra. Nuestra individualidad se ha determinado siempre en relación a los demás; de modo más light, somos el pour soi sartriano sin ribetes existenciales. Como especie, hemos sobrevivido a los bosques y las tundras mediante la acción colectiva.
El confinamiento obligado es antinatura. El mundo se ha revestido de una ironía impensada meses atrás: Para sobrevivir como especie tenemos que dejar los hábitos que nos formaron como tal. El orgullo que nos embargaba cuando veíamos las grandes ciudades, sus luces y multitudes, se torna en un pasmo casi vergonzoso porque esos logros materiales nos hacen justamente vulnerables por la aglomeración viral en poblaciones de densidad demográfica. La maquinaria capitalista, espacio de sobrevivencia e injusticia a la vez, en estos últimos 400 años que atestiguaron dos revoluciones industriales, es puesta bajo la lupa. Los discursos de izquierda habían cuestionado la cultura de masas y el consumismo automatizado, pero también carraspea cuando ve los desmanes que ocasiona la paralización de esa maquinaria del flujo del capital. Para sobrevivir, tenemos que recurrir a la ideología deshumanizante del consumo frenético. El embrague de políticas ecológicas tiene que tomarse en cuenta, pero ahora no. Los mares ebullentes de vida en nuestras costas desiertas de humanos, los animales silvestres avistados en nuestros centros urbanos en un número nunca antes visto, avisan de nuestro infortunio.
Los intercambios de gente gay en las redes, en el closet compartido por todos, hablan de la necesidad de afecto y sexo. “¡Cuándo llegará el día que nos podamos tocar, abrazar, ligar, nuevamente!”, nos dicen desde sus muros y sus chats. Salvo excepciones, nadie habla de volver a ver a sus familiares, colegas o los seres queridos alejados de los ritmos percusivos de las fiestas que asaltaban playas y terrazas amplias; su anhelo se centra en el contacto físico del cuerpo a cuerpo. El closet global imprime un efecto menor en su psiquis que el closet sectario que vivieron en la adolescencia temprana. Quieren la fiesta, el mundo de posibilidades frente a la visión de un cuerpo bien formado. El discurso oficial, exteriorizado, higienizado, que reivindica “el derecho a amar” es saludado por la población en general, heterosexual o no. Sin embargo, todavía por lo bajo, un buen número de homosexuales desdeña el legado burgués que algunos de los suyos reclamaron: la monogamia férrea, el cuidado de los hijos, la sanción ritualizada del matrimonio. Esto quizás es señal de una adolescencia perpetua (correcciones políticas aparte) pero esa adolescencia que no tuvieron en su momento calendario, los ha marcado como comunidad ante el resto y sobre todo, ante sí mismos. El derecho de amar se repliega en ámbitos más a media luz, al derecho de tirar. El afecto y el amor existen por cierto en la comunidad LGTB, pero esos sentimientos proteicos nunca fueron su emblema; su emblema fue alzar el volumen de sus gemidos en la cama. Hasta el día de hoy no olvidan el derecho de reivindicar al adolescente sexual al que le fueron vetadas muchas libertades que tuvieron sus pares heterosexuales.
Este es el closet que viven, por momentos de más intensidad que el otro closet mayor medido por estadísticas de muerte e infección, que en tanto estadísticas, lo hace más lacónico.
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