DIARIO DE VIAJE POR NICOLÁS COLFER: TELEQUERÁMONOS MUCHO
Escrito el 20/03/20
Dedicado a las neuróticas privilegiadas como yo.
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Anoche empezó en Argentina la cuarentena obligatoria para zanjar la propagación del COVID-19. A las doce de la noche, todo el mundo debió confinarse.
Mamá pasó a las nueve a darme un último beso. Arrancó a las ocho y media en Lanús, donde todavía vive mi familia, y aceleró por la autopista hasta la puerta de mi casa en Congreso. No quiso entrar porque había que ser cuidadosa, porque cualquiera podía tener coronavirus en la suela de un zapato y meterlo en las casas sin querer. También había que ser cuidadosa con los besos, pero quién iba a decirle a mi vieja que no podía darme uno tan al filo del aislamiento. Yo no, por supuesto. Me besó y me dijo que me cuidara, que me cuidara mucho, por favor, porque nadie iba a cuidarme mejor que yo mismo. “Hay gente mala”, me dijo, y en su tono, y en su llanto detecté una esquirla de esa conversación inefable que tuvimos el día en que ella descubrió que yo cogía con pibes. Creo que mamá siempre les temió a los virus, a los virus que pueden pescar sus hijes.
Me dejó una bolsa llena de víveres: detergente, alcohol en gel, alcohol común, lavandina y procenex. Si la cosa se extiende más de la cuenta, mezclando todo eso voy a poder inducirme un sueño de varios días, por lo menos. De la comida ya me había ocupado yo. Lo bueno de ser vegetariana es que estoy acostumbrada a depender de los cereales y las legumbres. Aparte, tengo dos maples de huevos en la heladera. Y café, y yerba. No me voy a morir. Me lo repito: no-me-voy-a-morir. Tengo ese privilegio.
Dicen que a la mayoría de nosotras nos va a atacar el virus en algún momento del invierno. Eso no me asusta tanto. Mi amigo Jaime, que vive en Madrid, está infectado hace más de diez días. Me cuenta que primero fue terrible por la tos, pero que, pasado el tiempo, la cosa se redujo a hacer reposo, a dormir y tomar sopa, como con cualquier gripe. Lo que hay que evitar es que el virus llegue a nuestrxs abuelxs, a nuestrxs sobrinxs. Y por eso estamos encerradas. Y por eso estamos asustadas. Nos asusta el encierro, la idea de estar confinadas por lo menos hasta abril. Las insomnes, que sabemos con qué lentitud transcurren las horas en la noche opresiva, tememos que el virus nos robe el sueño otra vez. Por eso les escribo a mis amigxs a cada rato, y pregunto cómo están, cómo lo llevan. Por eso hasta volví a las llamadas telefónicas con mi abuela. No es solamente una medida para que el tiempo se acelere, para ver pasar los minutos entre el inicio de una llamada y su fin, es también una forma de hacerme presente, de sentirme cerca de los demás mientras la reclusión se expande en mi cabeza como un virus.
“Llamame, decime que estás bien”, suplicó mi vieja. “Vos llamame, si te sentís solo, llamame”. Tal vez no debí contarle que tuve esos ataques de pánico a principio de año. Desde entonces, es casi tan consciente de mi fragilidad como yo misma. “Vendría a hacerte compañía si pudiera teletransportarme”, me dijo. Es tan dramática mi vieja. Pero sí, la voy a llamar si me siento sola. A lo mejor, estoy tan pendiente de los demás porque deseo que estén pendientes también de mí, porque soy re frágil, y sé lo que el encierro y la ansiedad pueden hacer con mis nervios de papel.
No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir. Voy a escribir una novela.
Tenemos que capitalizar el privilegio de estar en casa abastecidas y conectadas. El privilegio de que nuestro mayor problema sean los excesos de neurosis. Tenemos que ganar consciencia sobre nuestro potencial individual y su resonancia colectiva. Nos confinamos para que el virus no se propague, para salvar vidas. Así de poderosas podemos ser. Así de heroicas. Romanticémonos un poco más. Hoy nos hace falta. Mirá si vamos a sucumbir al pánico cuando somos tan enormes. Ni hablar de la cantidad de artistas, científicxs e inventorxs que surgirán con un montón de canciones y teorías nuevas, un montón de planes para que, cuando esto acabe, el mundo sea un lugar mejor también para lxs que sufren males más concretos, para lxs que se ven oprimidxs por fenómenos más siniestros que una noche en vela.
Mientras tanto, hagámonos presentes a la distancia. Telequerámonos mucho. Teletoquémonos, telebesémonos, telentendámonos, telecalmémonos,
teleacordémonos, teleayudémonos, telextrañémonos, telecantémonos, telemirémonos, telerreconozcámonos, telesuperémonos, teleaprendamos. Para cuando podamos teletransportarnos, ya habremos resuelto lo más importante.
Dedicado a las neuróticas privilegiadas como yo.
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Anoche empezó en Argentina la cuarentena obligatoria para zanjar la propagación del COVID-19. A las doce de la noche, todo el mundo debió confinarse.
Mamá pasó a las nueve a darme un último beso. Arrancó a las ocho y media en Lanús, donde todavía vive mi familia, y aceleró por la autopista hasta la puerta de mi casa en Congreso. No quiso entrar porque había que ser cuidadosa, porque cualquiera podía tener coronavirus en la suela de un zapato y meterlo en las casas sin querer. También había que ser cuidadosa con los besos, pero quién iba a decirle a mi vieja que no podía darme uno tan al filo del aislamiento. Yo no, por supuesto. Me besó y me dijo que me cuidara, que me cuidara mucho, por favor, porque nadie iba a cuidarme mejor que yo mismo. “Hay gente mala”, me dijo, y en su tono, y en su llanto detecté una esquirla de esa conversación inefable que tuvimos el día en que ella descubrió que yo cogía con pibes. Creo que mamá siempre les temió a los virus, a los virus que pueden pescar sus hijes.
Me dejó una bolsa llena de víveres: detergente, alcohol en gel, alcohol común, lavandina y procenex. Si la cosa se extiende más de la cuenta, mezclando todo eso voy a poder inducirme un sueño de varios días, por lo menos. De la comida ya me había ocupado yo. Lo bueno de ser vegetariana es que estoy acostumbrada a depender de los cereales y las legumbres. Aparte, tengo dos maples de huevos en la heladera. Y café, y yerba. No me voy a morir. Me lo repito: no-me-voy-a-morir. Tengo ese privilegio.
Dicen que a la mayoría de nosotras nos va a atacar el virus en algún momento del invierno. Eso no me asusta tanto. Mi amigo Jaime, que vive en Madrid, está infectado hace más de diez días. Me cuenta que primero fue terrible por la tos, pero que, pasado el tiempo, la cosa se redujo a hacer reposo, a dormir y tomar sopa, como con cualquier gripe. Lo que hay que evitar es que el virus llegue a nuestrxs abuelxs, a nuestrxs sobrinxs. Y por eso estamos encerradas. Y por eso estamos asustadas. Nos asusta el encierro, la idea de estar confinadas por lo menos hasta abril. Las insomnes, que sabemos con qué lentitud transcurren las horas en la noche opresiva, tememos que el virus nos robe el sueño otra vez. Por eso les escribo a mis amigxs a cada rato, y pregunto cómo están, cómo lo llevan. Por eso hasta volví a las llamadas telefónicas con mi abuela. No es solamente una medida para que el tiempo se acelere, para ver pasar los minutos entre el inicio de una llamada y su fin, es también una forma de hacerme presente, de sentirme cerca de los demás mientras la reclusión se expande en mi cabeza como un virus.
“Llamame, decime que estás bien”, suplicó mi vieja. “Vos llamame, si te sentís solo, llamame”. Tal vez no debí contarle que tuve esos ataques de pánico a principio de año. Desde entonces, es casi tan consciente de mi fragilidad como yo misma. “Vendría a hacerte compañía si pudiera teletransportarme”, me dijo. Es tan dramática mi vieja. Pero sí, la voy a llamar si me siento sola. A lo mejor, estoy tan pendiente de los demás porque deseo que estén pendientes también de mí, porque soy re frágil, y sé lo que el encierro y la ansiedad pueden hacer con mis nervios de papel.
No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir. Voy a escribir una novela.
Tenemos que capitalizar el privilegio de estar en casa abastecidas y conectadas. El privilegio de que nuestro mayor problema sean los excesos de neurosis. Tenemos que ganar consciencia sobre nuestro potencial individual y su resonancia colectiva. Nos confinamos para que el virus no se propague, para salvar vidas. Así de poderosas podemos ser. Así de heroicas. Romanticémonos un poco más. Hoy nos hace falta. Mirá si vamos a sucumbir al pánico cuando somos tan enormes. Ni hablar de la cantidad de artistas, científicxs e inventorxs que surgirán con un montón de canciones y teorías nuevas, un montón de planes para que, cuando esto acabe, el mundo sea un lugar mejor también para lxs que sufren males más concretos, para lxs que se ven oprimidxs por fenómenos más siniestros que una noche en vela.
Mientras tanto, hagámonos presentes a la distancia. Telequerámonos mucho. Teletoquémonos, telebesémonos, telentendámonos, telecalmémonos,
teleacordémonos, teleayudémonos, telextrañémonos, telecantémonos, telemirémonos, telerreconozcámonos, telesuperémonos, teleaprendamos. Para cuando podamos teletransportarnos, ya habremos resuelto lo más importante.
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