CON MIS DERECHOS NO TE METAS POR NICOLÁS COLFER: LA SIESTA DE LOS PRIVILEGIOS

Nicolás Colfer se reunió en Buenos Aires con una pareja que venía huyendo de la atmósfera homofóbica de Lima. En el relato de los viajeros, vio confirmados los horrores que amenazan a la región y quizás al mundo entero. Horrores que desvelarían a la homosexualidad porteña, cómoda en su siesta de privilegios, si se atreviera a soñar con ellos. 

El 15 de julio de 2010 se sancionó en Argentina la Ley 26.618, conocida como Ley de Matrimonio Igualitario. Recuerdo la impresión que me generó ver por televisión el trenzamiento común de los cuerpos desvelados frente al Congreso: el abrazo de lxs activistas que, después de tantos años de lucha, creían ver el fondo del iceberg. El televisor era de mi abuelo; todos los días sintonizaba Telenoche. “¿Qué te parece esto?”, me preguntó entonces. Recuerdo que la imagen se cerraba sobre los rostros conmovidos de una pareja de chicas. “Que está muy bien”, respondí. Él no dijo nada, y de su silencio yo deduje una victoria. Error.

Los maricones de mi generación crecimos en la estela que dejó, al pasar, el debate popular sobre el matrimonio igualitario. A la postre, no importaba el contenido de la ley sino su trasfondo, la legitimación tardía de una forma de existir (formas de amar hay demasiadas, y la mayoría no están tipificadas). De pronto, ser homosexual “está muy bien”, porque una ley dice que podés casarte, hacer fiesta con book de fotos, torta y la mar en coche, compartir la obra social de tu cónyuge y heredarlx. El sumun de la fantasía gay heteronormada, digamos, la inscripción definitiva de la putez en la tradición burguesa. Y en rigor, desde 2010, las formas más violentas de la homofobia se han dispersado cuando no reducido, al menos en el interior de la Burbuja Autónoma de Buenos Aires. (Muchos ancianos porteños, de cara a Telenoche, aún hacen buches con su odio irracional pero no lo escupen, se envenenan con él al tragárselo).

Los maricones de mi ciudad crecimos con humitos de novia burguesa. Fuimos sumando aditivos a la idea de compartir nuestra vida con alguien y tejer una intimidad familiar en el secreto bien expuesto de un departamento luminoso en Palermo. Con la Ley de Identidad de Género (2012), ni nos mosqueamos: era cosa de travas. A mí me llevó años de lecturas accidentales y conversaciones esporádicas integrar lo trans a mi desvelo, generar una ampliación de mi propia idea de “colectivo”, de “comunidad”. La mayoría de mis amigos sigue sin saber qué plantea la Ley Trans y de cuántas formas no se implementa de hecho. Mala mía, quizás, no hablarles de eso por no interrumpir sus permanentes y estrambóticos relatos de Grindr. Hay excepciones, por supuesto, cuando nos enteramos de que a una marica la agredieron a la salida de un boliche, o en el trajín de un colectivo interurbano, o en una pizzería frecuentada por viejas bien peinadas con spray como esa de la que una vez expulsaron a golpes a una parejita cariñosa. Entonces nos rasgamos las vestiduras entre todas, porque cómo puede ser, con todo lo que se ha dicho, con la cantidad de telenovelas que hablan del tema hoy en día, que todavía se animen a atacarnos en plena vía pública, en plena luz del día. ¡Con lo inofensivos que somos! ¡Con lo lindos y normales que somos!

Los maricones de mi ciudad miramos dos cosas: nuestros ombligos y las promos de pasajes a Europa o NYC. De lo que pasa alrededor, ni idea; mucho menos de lo que pasa en los países y ciudades que hay entre nosotras y nuestros destinos del norte, salvo Río de Janeiro, porque ahí se sigue desplumando la comparsa bareback. ¿Que Bolsonaro es un facho evangelista? Ni idea, en Río todo bien. Hasta hay milicos bien armados cuidando a las turistas que se extravían en las teteras del morro. ¡América Latina está progresando! Y si no fuera por el populismo, mirá, a lo mejor seríamos como el primer mundo. 
Las metrópolis gay quedan de algún modo extirpadas del imaginario regional, o más bien los gays le extirpamos ese imaginario a nuestras metrópolis. Hay una explicación posible. En ese imaginario aún quedan formas y colores con tufillo a indiada evangelizada, con baranda a historia. La marica ultraurbana no quiere mirar atrás, quiere desmemoriarse en el scroll de su instagram. Hay zonas de sus mapas que jamás van a colorearse. Es que deben ser inseguras. Sobre todo para gente como nosotras, imaginate. La luz de los flashes informativos encandila de vez en cuando un ataque homofóbico en París, o la vandalización de un centro LGTB en Barcelona, y ahí nos tocamos el cora, impactadas, porque esas barbaridades no deberían ocurrir. Porque allá también pasa. Porque puede pasar en todos lados. Sin embargo, en los giros que nuestra imaginación se procura, nunca aparecen las calles limeñas, ni los teleféricos paceños, ni las discotecas clausuradas en plena rumba caribeña.

Algo más está pasando ahí afuera.  

“Yo creo que es una guerra posible”, dije hace poco en una conversación amistosa. “Cuando veo la cantidad de tipos, de familias que se meten en esos templos evangelistas, pienso que podrían armarse y declarárnosla. Sería una guerra civil, ellos contra nosotras. Ustedes se ríen, pero yo lo pienso muy seguido”, confesé. No estaba borracha. Estaba, por ahí, demasiado seria. 

Esa guerra posible es el telón de fondo de muchas historias que algún día escribiré, de muchas pesadillas frecuentes. Está bien, soy una loca fatalista, ¿pero a vos nunca se te ocurrió que quizás, tal vez…? Me parece que estaba pensando en eso cuando Antonio Capurro, el creador y editor de Canal+ Diversa me avisó que un compatriota amigo suyo estaba llegando a Buenos Aires para casarse con su compañero. Venían huyendo de una situación muy delicada. De la violencia recurrente en Lima, Perú. Un escalofrío me sacudió entera. Quizás, tal vez… 

Arreglamos una entrevista pocos días antes del enlace en el Registro Civil (gracias a la Ley de 2010, Argentina es el único país de América Latina donde los turistas pueden casarse). Los vi llegar bajo la seña inconfundible del cariño: aunque iban separados, sus manos insistían con tocarse en el vaivén de la caminata.

Los cónyuges prefieren guardar el secreto de sus nombres. “Es para protegernos”, me dicen. Ni nombres ni fotos. No pueden darse ese lujo. “Y aquí todo el mundo anda tan libre”. Cierta culpa me cierra la garganta. En este mismo café, hace menos de dos meses, le di un beso en la boca a mi ex novio. ¿Me daba cuenta entonces de que ese gesto nimio era un privilegio enorme? Sin embargo, son ellos los que se disculpan conmigo. Les cuesta hablar. “No es una historia fácil”. Con desparpajo inútil, les respondo que ninguna historia es fácil. Hasta mi desparpajo es, de hecho, un privilegio.

En Perú, el matrimonio no es igualitario. No hay una tasa oficial de mortalidad trans. No hay leyes micaela, ni campañas nacionales por el aborto legal, seguro y gratuito. No hay una sola imagen redentora para el niño que, sufriente, piensa en el suicidio por sentirse desencajado en el seno de su familia beata. En la tele, el único comediante trans (una mujer trans que se refiere a sí misma en masculino) hace chistes sobre su biología. Los maricones son travestis o taxiboys, una opción de tres: A, B o todas las anteriores. La tasa de suicidios adolescentes no ha dejado de crecer desde 2016.

“La única forma de sobrevivir es haciéndose pasar por lo que uno no es”, me dicen. Hacerse el hetero, en definitiva. “El problema es que se puede estar fingiendo toda la vida”. La camarera nos interrumpe para tomar la orden; los cónyuges se remueven en sus asientos, incómodos, expectantes. Un licuado y dos cafés. Una exhalación de alivio. “Es que nos han corrido de tantos lugares. Hasta nos echaron de un restaurante porque nos vieron tomados de la mano y consideraron que dábamos un mal ejemplo a los niños. Era un ‘lugar familiar’, dijeron. Nosotros no podíamos estar allí”.

Me parece una locura, porque una familia es precisamente lo que ellos son. Llevan años de alianza. De amor sincero. Ese tipo de uniones, a veces, son más difíciles de imaginar que una guerra azuzada en los templos, pero ante la evidencia no se puede hacer más que callar y aprender. Hoy estoy convencido de que las dos cosas son posibles. 

“La primera vez fue en 2014”, me dicen, pero ya no se refieren a su relación. “Nosotros vivimos en Lima, pero estábamos en Iquitos por trabajo, en la frontera con el Ecuador. Habíamos ido a una disco normal, sin líos. Tomamos un taxi (allí los taxis tienen tres ruedas) para volver al hotel donde nos hospedábamos. Todo pasó tan rápido, que ya era tarde cuando nos dimos cuenta de que el taxi se había desviado, de que nos estaban esperando esos tipos. Tenían palos, fue horrible”. 

Uno de ellos me cuenta que su primera reacción fue cubrir al otro, proteger al otro. Veo aflorar las primeras lágrimas y no sé si son las mías; no sé si las provoca la impotencia por el ataque o por lo que les dijeron en la comisaría. 

“El oficial se rió de nosotros. Nos dijo que era natural que nos atacaran por andar juntos. Que esas cosas pasan. Que ellos no podían hacer nada, porque no había ley. Nos preguntó si queríamos hacerlo pasar por un robo. No lo entendíamos. No nos habían robado, nos habían molido a golpes por ser quienes éramos. Volvimos derrotados al hotel. Casi no dormimos”. ¿Cómo puede una dormir después de ver dos caras de una misma violencia? 
“Esa violencia no tenía nada que ver con el atraso de la provincia. Ataques hubo muchos, incluso en Lima. Como a veces nos separábamos por trabajo (uno de ellos viajaba permanentemente a Iquitos), es difícil precisar cuántos fueron. No nos atacaban cuando estábamos solos, el problema era vernos juntos”. El problema fue que a uno de ellos, enviado a una misión humanitaria en la frontera, lo despojaron de su trabajo. “Me dijeron que ya no había lugar para mí”, recuerda. “Tenía un contrato hasta enero del año siguiente, pero me encontraron hablando por teléfono con ‘mi amor’ y ‘mi amor’ tenía voz de hombre. La misión dependía de la Iglesia Católica. Mira qué curioso: nosotros, por separado, hemos estado muy ligados a la Iglesia. Todavía creemos en Dios. Pero era la Iglesia la que me mandaba a casa, la que me obligaba a separarme de las personas a las que estaba ayudando. La que me marginaba”. Pronuncia la última frase con afectación. “Eso sentí, que era un marginado. Por la ley, por la religión, por mi país”. 

Les pregunto si no han expuesto su situación en las redes sociales, o ante alguna asociación civil, no sé, si no han organizado una marcha o un besazo frente a la catedral. “Hubo una manifestación de besos una vez, allá por 2011”, recuerdan. “Nos molieron a palos y nos dispersaron con camiones hidrantes. No, esa posibilidad allí no existe. Nadie alza la voz más de lo debido. Hacerlo es un verdadero riesgo”. Suspiran. Yo revuelvo mi café y lo encuentro más negro que antes, acaso más real que antes. 

Prosiguen. El brusco cambio de la situación laboral los reunió en Lima antes de tiempo. Iniciaron la convivencia. “No teníamos problema en hacer lo que fuera. Hemos sido hasta empleados de limpieza, y nosotros tan felices porque estábamos juntos”. Volvían a entrecruzar sus rutinas. Por las mañanas, iban juntos al gimnasio. “Hasta que un día, decidimos ir por la tarde. Es extraño, cómo una decisión tan pequeña tuvo consecuencias tan graves. Porque esa tarde nos volvieron a atacar”. Ya estaban en pleno 2018. “Nos decían que nosotros no podíamos ir a ese gimnasio, que era un lugar para hombres. Nos decían que era un barrio para familias, y que por qué nosotros éramos así. La misma cantaleta de siempre. Como lo habíamos escuchado tantas veces y ya estábamos acostumbrados a esos ataques, les hicimos frente. Eran ocho o nueve, no recordamos, pero les hicimos frente”. No hay pretensión heroica en el relato, hay un eco de verdadero orgullo. Me brota una sonrisa. Siento que ahora viene la parte feliz. Pero no: “Cuando sacaron el cuchillo, se nos aflojaron las piernas. No supimos qué hacer. Era la primera vez que nos ponían delante un arma blanca. Nos cortaron. Nos cortaron y tuvimos que correr. Había mucha gente mirando, pero nadie hizo nada. Miraban nomás. Como siempre. Ellos, que nos vigilaban todo el tiempo, no iban a ayudarnos. La cosa era del barrio contra nosotros. Y aunque ya sabíamos que no tenía sentido, fuimos a la comisaría. Ahí nos recomendaron separarnos, con una lógica muy perversa. Si el problema es que anden juntos, nos dijeron, por qué mejor no se separan”. 

Si seguían juntos, no podían garantizarles protección. 

“Si siguen juntos…”, les dijeron y no terminaron la frase. A menudo, las amenazas quedan así, flotando. 

Ellos mismos lo vislumbraron como una alternativa a su situación. Separarse. “Total, aunque estemos físicamente separados, nada de lo que sentimos puede cambiar. Somos privilegiados en ese sentido”. También eran privilegiados porque, con cierto esfuerzo, podían viajar al exterior. La hermana de uno de ellos vive en Estados Unidos, por eso tramitaron las visas. Solo uno llegó a obtenerla. Al otro se la denegaron porque no tenía sellos en su pasaporte. Les parecía sospechoso que nunca hubiera salido del país. Sin ese antecedente de privilegio, viajar al norte era imposible. Solo uno tomó el avión. 

“Existía una posibilidad, una esperanza”, me explica el que viajó. “Aun con Trump, en Estados Unidos se puede pedir asilo. Se debe entrar de modo legal primero. Estando allá, antes de finalizar el año del ingreso, solicité asilo político por persecución, por pertenecer a un grupo específico, a la comunidad homosexual en nuestro caso, y porque huía de mi país para salvar mi vida”. 

Estuvieron separados mucho tiempo hasta que la esperanza se completó con una novedad. 

“Me enteré de que, una vez aprobado el asilo, es posible solicitar el viaje de cualquier familiar directo expuesto a la misma situación de violencia. Aplica para padres, hijos, hermanos y cónyuges. Casarnos iba a ser muy difícil, a costarnos mucho, todo un gran viaje. Pero queríamos hacerlo. Siempre habíamos querido, pero en Estados Unidos era imposible si uno de los dos no tenía la visa. En nuestro país, ni pensarlo. Durante un tiempo, tuvimos la convicción de que ya nos iba a tocar a nosotros, de que ya iba a salir una ley como la de ustedes, como la que hay en tantos lados. Luego se evangelizó la política. Ahora mismo, la tercera fuerza en el Congreso es evangélica. Está pasando en todos lados: en España, en Uruguay, ni hablar de Bolsonaro. ¿Cómo podíamos seguir regando nuestras esperanzas en ese contexto? Además, qué contradictorio, la postura de esas personas. Dicen que el principal valor de la sociedad peruana es la familia, pero están en contra de familias como las nuestras. Sostienen que la opción es una sola: varón-mujer, y mujer fértil, capaz de dar a luz muchísimos niños. Allí también hay un movimiento de ‘Con mis hijos no te metas’. Son los mismos hijos que terminan, lamentablemente, pensando en suicidarse. Es angustiante. No, en Perú era imposible, teníamos que casarnos en otro lado”.

Entonces, Buenos Aires.

“Esto que te contamos es una mínima fracción, Nicolás, una pequeñísima parte de lo que hemos pasado, de lo que nos trajo hasta aquí. Y todavía nos queda un camino muy difícil por transitar. Pero hace tiempo comprendimos que el camino se va haciendo de a poco. Que lo vamos haciendo los dos, incluso cuando tenemos que separarnos. Ahora volvemos a separarnos; uno se va a Perú mientras el otro vuelve a Estados Unidos a iniciar los trámites, siempre trámites. Cada separación nos provoca mucho miedo, porque separados no podemos proteger al otro. Pero creemos en Dios. No en el que nos ha marginado, sino en un ser todopoderoso, creador, que nos ha permitido llegar hasta aquí, que nos ha unido en el amor. ¿Tú qué crees?”. Yo creo que la Fuerza los acompaña, y que son un par extraordinario, y que las lágrimas ahora sí son mías. Yo creo que los oídos y las voces se van prestando para resonar más fuerte en el desastre. Yo creo que su historia va a tener un final feliz.

Hoy se han casado en el Registro Civil de la calle Uruguay. 

Me pregunto si alguna vez he pensado seriamente en casarme. Me parece que nomás he pensado en la fiesta, incluso en los trámites de divorcio, pero en casarme nunca, jamás. Me pregunto si alguna vez amé a alguien como se aman estos viajeros. Probablemente no, porque amar libremente es un privilegio, y los privilegios se anestesian a sí mismos. 

Me digo que pronto dejaré de pensar en ellos, que volveré a cambiar Perú por Barcelona (y sin embargo en Barcelona también hay crímenes homofóbicos). Pero, che, si una viviera pensando en la gente que no tiene para comer, ya no podría darse gustos, llenarse la panza con chatarra, ni siquiera llegar a la puerta del super. El olvido de esas cosas es necesario. Qué sé yo cuántos maricones son golpeados y amenazados a diario en todas partes, qué sé yo cuántos adolescentes se suicidan, si yo mismo no me he suicidado, aunque, claro, lo pensé. Porque cuando me descubrí gay no existía el matrimonio igualitario, y mi abuelo todavía escupía su veneno desde el sillón. Pero ya está, ¿quién se acuerda de eso ahora? Mejor no pensar más, mejor no suponer guerras ni lavados de cerebro. Me voy a dormir la siesta. La siesta de las locas porteñas. Mejor hacer de cuenta que no escribí esta nota ni me sentí miserable, terriblemente mezquina por no poder arrancarme los privilegios y tirarlos en el fuego de este sueño en llamas.

No hay caso; nunca pude dormir la siesta. Las preguntas me desvelan.

¿Cuántos oídos sordos se hacen diariamente en pleno aleatorio de éxitos pop? ¿A qué precio estamos pagando nuestra vorágine libertina? ¿Dónde hemos perdido la empatía? ¿A cuántas historias silentes puede una prestarles su voz? ¿Qué está pasando mientras vamos anestesiadas al registro civil, qué sigue pasando mientras tanto…? 

Tal vez el amor, pero también lo otro. 

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