DIARIO DE VIAJE POR NICOLÁS COLFER: PARIS, JE NE T’AIME PAS… O SÍ.

En esta entrega de Diario de Viaje, Nicolás Colfer prosigue el relato de su primera experiencia en París. Si quieren conocer más el trabajo de Nicolás, pueden seguirlo en sus redes sociales en Instagram y Twitter; “Darth Colfer” en Facebook– o visitar su pequeña galaxia literaria: www.galaxia-colfer.com.ar


PARIS, JE NE T’AIME PAS… O SÍ.

Quizás lo más asombroso de los días que pasé con mi noviecito en París fue que se parecían mucho a nuestros días en Buenos Aires. Andamos siempre con una tranquilidad chistosa por las calles. Teníamos claro nuestro rumbo porque él había vivido ahí en otro tiempo y sabía de memoria las avenidas y sus cruces. Hablábamos pavadas y nos reíamos de cosas que no hacían reír a la gente. Con él, delirar era muy fácil. Nuestros delirios favoritos eran los comestibles. Teníamos una gran inventiva para combinar los ingredientes de tal forma que el resultado fuera estrafalario: fideos con miel, guisito de bombones, pochoclos con nutella y sal de mar, y la famosa tortilla de ñoquis. Esta última había sido un auténtico accidente en su origen. Habíamos querido hacer ñoquis de verdad, pero dejamos que las papas hirvieran más de la cuenta por ocuparnos, mientras tanto, de otro tipo de hervor. Ja.

No sé si en este punto del diario hace falta usar eufemismos para aludir al acto tan humano de romperse mutuamente a pollazos (en argentino, “pijazos”). Tampoco debería hablar de “noviecito”, porque el chico se fue hasta París para pasar conmigo unas semanas y no morir en el intento de esperarme tres meses enteros. Las cosas por su nombre: era mi Novio. Que ninguno de los dos le hubiera hecho al otro “la pregunta” era irrelevante. El romance había llegado, sutil e inevitablemente, a la dinámica del noviazgo. Desayunábamos juntos (“besayunábamos”) y paseábamos invariablemente por las mismas vías, cerca del Sena, para saber en qué esquina podíamos encontrar al otro después de que, por alguna razón infrecuente, se hubiera alejado para hacer algo a solas.

Sí debería aclarar, tal vez, que la nuestra no fue una historia de amor burgués. Él había invertido todos sus ahorros en el pasaje que lo llevó a Francia; yo estaba trotando el mundo con dos mochilas en las que, además de los calzones de rigor, habían entrado algunos libros a presión. Parábamos en las casas de unas amigas francesas cuyos corazones eran enormes. Íbamos al supermercado más barato de la rue Saint Antoine (¡el frasco grande de Nutella estaba a tres euros con sesenta!). En fin, no nos dábamos más lujos que subir de vez en cuando una catedral o una colina para ver a París inclinada ante nosotros. Y eso que la ciudad no es tan romántica como nos hicieron creer. Nos dimos cuenta del engaño cuando, para sacar provecho a un atardecer divino, acercamos nuestras bocas lentamente, a ritmo de película, para darnos un beso inolvidable. El lente de una cámara japonesa se interpuso entre nosotros. No estoy seguro de si fue la misma cámara (¡es que todas son iguales!) que disparó un flash ultrarruidoso cuando la torre Eiffel se cubrió ella misma de flashes (cosa que, dicho sea de paso, ocurre durante los primeros cinco minutos de cada hora después de las seis de la tarde). En fin, no había romance en las bolsas de Gucci que se bamboleaban en el Louvre, ni en la tienda de souvenirs de Notre Dame, siempre más concurrida que la propia catedral. 

No había romance en casi ningún rincón de París, salvo en los que habitábamos, después de las siete, mi novio y yo. Había romance porque entendíamos que sin él, no podríamos durar más que el engaño de París. Porque sabíamos qué canción agregar a la cola para que el otro sonriera en la bañera, o qué gordura debíamos comprar en la boulangerie de la esquina para mancharnos las barbas y darnos un beso masticando. Imaginábamos formas inocuas de asombrar al otro en la fría rutina de esos días navideños, cuando todo parecía programado con hiperbólica precisión: hasta las sonrisas. Che, no exagero. Yo los vi sonreír frente a la torre Eiffel por obligación, porque se habían preparado una vida entera para hacerlo. No prestaban atención al contexto porque no les importaba. Importaba la foto; las sonrisas delante y detrás de las cámaras. “Qué pesada”, dirán, “esta loca mochilera”. “Qué fastidiosa, después de todo ella también era turista”. Sí, es verdad. Quizás mi incomodidad se debía a que, por estar con mi novio y habitando una casa amiga, me confundí a París con mi hogar. Y ese hogar estaba invadido de personas que podían sonreírle, pero no vivirlo. A lo mejor, esa es la razón por la que los parisinos se van de París en época de Fiestas.

Cuando empecé a escribir este diario, les conté que, hablando de París con quien sería mi novio, incorporé la noción de vivir cada lugar como si fuera una vida aparte. Mi vida en París no me gustaba, y eso era una paja porque todos los escritores habían amado París. Y yo quería, de verdad quería, disfrutar de la ciudad de las luces como ellos. Si lo hacía en plan turista, pensé, quizás lo lograba. En plan turista, sin novio, sin el amparo de mis amigas. Y fue así que volví a París más adelante. Más adelante, es decir, en otra entrega de este diario de viaje. 

Comentarios

  1. Copado, sencillo e interesante. Ahora quiero saber más de ese viaje!!

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