Colección Arco Iris: Mondo Fragile by Juan Carlos Herranz
"Con esa pluma a la que nos tiene acostumbrados, el autor Juan Carlos Herranz, también columnista principal, editor y corresponsal europeo de La Revista Diversa, nos presenta en exclusiva su libro digital Mondo Fragile, una odisea espacial con sabor a fin de mundo. Un relato sin punto de retorno, con una prosa escrita a pulso entre la realidad y la fantasía que te atrapará hasta la última palabra como las horas contadas del protagonista" (Antonio Capurro)
Por Juan Carlos Herranz
En el cuerpo humano, y más concretamente en la vía digestiva, se encuentran multitud de organismos. Los podríamos dividir entre bacterias buenas y malas. Las primeras se encargan de controlar la acción dañina de las otras. Mientras las llamadas bacterias amigas siempre han ayudado a los humanos a que su digestión se realice con propiedad, favoreciendo la producción y regulación de vitaminas esenciales para la vida, las bacterias malas ayudaban a regular su flora intestinal trabajando conjuntamente con sus enemigas para estabilizar el organismo. De ese modo, las bacterias en el cuerpo fueron estudiadas con admiración. No se trataba de parásitos, sino de micro-organismos que trabajaban, de manera simbiótica, con el resto de cada uno de los individuos creados por Dios. Con alegría, los humanos aprendieron acerca del Acidophilus o el L.Bifidus para desarrollar diversos experimentos para mantenerse fuertes en la Divina Creación. Lograron clonar y manipular, en apariencia con fines medicinales, los cuatro tipos de bifidobacterías: B. Longum, B. Fifidum, B. Infantis y B. Breve.
Un sonido dentro de su traje espacial le hizo regresar a la realidad. La hermosa nave plateada surcaba el hiperespacio envuelta en el silencio absoluto que ofrece la pequeña muestra de eternidad. De lejos, el planeta parecía un inmenso collage de maravillosos contrastes comparado con la oscuridad del universo. Alrededor del pájaro metálico, un astronauta venezolano recordaba que Dios siempre había sido un Ser Divino, bueno, poderoso, misericordioso. El Padre que siempre ha amado a la humanidad por igual. Creó el mundo, hombres y mujeres porque Él fue quien dijo: “voy a crear el mundo, la vida, los hombres y mujeres.” Y al principio Dios, con su poder infinito, creó miles y millones de estrellas que rodean al astronauta. Y también creó los planetas que, desde La Tierra, se observan como lucecitas de un árbol de Navidad. También recordaba, añorando su bella Venezuela, que Él puso en órbita al Sol para que mantuviese la vida en el cosmos con su luz, calor y alegría; porque sin la luz del astro rey no verían nada los humanos ni celebrarían la llegada del Niño Dios a la sombra del arbolito navideño.
Miró con nostalgia, desde aquel punto privilegiado en el cosmos, la nación libre que le vio nacer. Volvió la cabeza, con la lentitud propia de la falta de gravedad, hacia el habitáculo que se había transformado en su dulce hogar tres meses ha. Posiblemente fuese la persona más solitaria de ese mundo de antaño, porque en aquel mundo estaba solo. Rodeado por la negrura cósmica y, con mucho esfuerzo por contener las lágrimas dentro del alma, regresó al extraño aparato de plata. Luego de tanto esfuerzo, acomodado en un asiento que le liberaba del traje espacial tras la escotilla, siguió pensando en Dios mientras se sorprendía por lo grotesco de lo que ocurría en la civilización que desaparecía a sus pies. Él le amaba porque tuvo tiempo de bendecir el planeta Tierra con mares, ríos de aguas límpidas y cristalinas, árboles preciosos y grandes, llenos de ricos frutos que acompañaron su verdor como diamantes engarzados de mil colores. Después halló tiempo para crear flores, animales y un sinfín de perfectos paisajes para disfrute de sus hijos.
La humanidad aprendió a alabarle y, sobretodo, a amarle por tantas cosas buenas creadas para ella como ella misma había sido esculpida a su imagen y semejanza. Viajando por el hiperespacio tardó muy poco en aceptar la maldad de su raza. Y es que poco tardó el ser humano en manipular tan lindo mundo, en contaminar tan maravillosas aguas, en desnudar la superficie del globo terráqueo con explosiones; primero de pólvora, más tarde de energía nuclear. La asfixia malévola se expandió por las naciones a través de nuevas armas químicas o bacteriológicas tras el cristal, opaco y diabólico, creado a través del tráfico de armas, drogas o seres humanos. El hermoso equilibrio, anclado entre el cielo y el suelo, se rompió cuando la excentricidad de algunos científicos y gobernantes jugaron a ser Dios. A partir de entonces, el 90% de las enfermedades conocidas fueron causadas con enorme y desconocido desequilibrio, desde laboratorios secretos. Todas ellas fueron bautizadas con nombres que, ya de por sí, aterrorizaron a los mismos asesinos de vida: Ébola, SIDA, cáncer, Alzheimer… De las deleznables actitudes y aptitudes de cuatro enfermos inquisidores nacieron un excesivo y poderoso número de bacterias dañinas que atacaron sin piedad la acción de las bacterias amigas que, junto a ellas, tantos siglos habían mantenido el equilibrio en la historia universal.
Caín se transformó en la pieza principal de Belcebú para confundir de nuevo, como hiciera serpenteante con Adán y Eva, una población inmersa en los falsos placeres de Sodoma, Gomorra y el despropósito de las nuevas Torre de Babel que se expandían desde las cálidas aguas de los trópicos hasta las cálidas arenas de los desiertos. El astronauta tragó saliva mientras intentó tranquilizarse ante aquella visión apocalíptica del planeta Tierra. La vida se detuvo tras el cristal de su escafandra. Sabía que la Ley de Murphy no había fallado nunca. Se hallaba en el espacio solo, llorando ante aquella horrible y magna destrucción fabricada por sus semejantes en algún secreto laboratorio de EE.UU, Israel, Rusia, China, Suiza, Japón, Irán, el diabólico Estado Islámico o la germanizada Unión Europea.
Las señales en el planeta invadido se apagaban mientras los expertos intentaban, en vano, desafiar lo abstracto antes que rendirse al destino creado sin control alguno, en esos laboratorios, amigos de una escalada mundial de violencia que no se había dado desde la devastadora Segunda Guerra Mundial. El hombre se sintió muy impresionado. Poco podía hacer en sus condiciones de ingravidez. Se hubiese internado en la soledad de su nave espacial de no ser por la inesperada aparición de un perro metálico que, además de no disponer de medios para conocer su origen, le habló estando libre de la retención de la gravedad y la locura:
—Tranquilo, amigo —El can observó un instante lo que ocurría en la superficie del planeta Tierra—. Cuando le cuente a mis colegas de Londres lo que nos depara el futuro van a flipar, colega… Y ya no te digo sobre la ropa que llevas puesta… Me llamo Cerbero ¿y tú?
—¿Me hablas a mí? —preguntó estupefacto el astronauta.
—No veo a nadie más por aquí —contestó—. ¿Qué está ocurriendo allí abajo?
—El Apocalipsis —le respondió aterrado—. Quien mal anda, mal acaba… —inspiró desesperado en un estado catatónico—. Me he vuelto esquizofrénico siendo testigo de esta devastación. Dios mío, salva mi espíritu de las llamas eternas porque mi cuerpo no tiene remedio. Para colmo, yo, un astronauta formado en las mejores universidades de Estados Unidos de América, me pongo a conversar con un perro de lata que habla. Y mientras tanto el mundo agoniza allá abajo por el ataque brutal de esas cuatro inmensas masas blancas. El fin del mundo ha llegado tal y como está escrito en las Sagradas Escrituras. Bendito seas, mi Señor. Llévame contigo.
En efecto, la imagen que ofrecía el planeta era catastrófica. Cuatro manchas transformaban para siempre el azul intenso de La Tierra y sus continentes. Se extendían por todos ellos engullendo lo que hallaban en su camino. Las pupilas del viajero en el universo parecían dos enormes espejos de cristal reflejados en aquellos experimentos humanos fuera de control, blanquecinos y espesos, sin forma determinada, de pulidos contornos y de tamaño ilimitado. Su mayor peculiaridad era el brillo opaco de su superficie, contrastada con las luces de ciudades que iban siendo destruidas por los monstruos artificiales. Caracas, La Habana, Torrevieja, Moscú, Pyon-Yang, Ponferrada, Kabul, Bagdad, Madrid, Estambul, Tokio, Fuenlabrada, Damasco, Bruselas, Alcorcón, Berlín, Teherán, Valdemoro, Bamako, Washington, Pekín… Las concentraciones humanas sucumbían a la voracidad de los espectros mutantes creados por los gobiernos afanados en gobernar el mundo. El kéfir, el kumis, el bífidus activo y el L.casei immunitass —manipulados genéticamente en los laboratorios secretos de diversos ejércitos— no hallaban resistencia entre sus creadores, gracias a la capacidad aumentada de sus poderosos sistemas defensivos.
No se trataban de bacterias buenas o malas, sino de microorganismos cuya acidez, antaño provenientes de la leche de oveja, búfalo, cabra, yegua o vaca pasteurizada, expandían un nuevo orden mundial a través de feroces lactobacillus bulgaricus y spreptococcus thermophillus.
—¡Fíjate, perro de lata! —habló convencido de que el animal formaba parte de su galopante viaje hacia la muerte—. Un yogur, con cien millones de bacterias, nos ayudaba a los seres humanos a tener buena salud. Vitaminas, minerales, efecto anti obesidad abdominal… Todo nos iba fenomenal… Incluso en países como la India se llegó a fermentar la leche con alcohol considerándose bebida de los dioses… ¡Si levantase la cabeza Metchnikoff! ¡Seguro que tiraría su premio Nobel de 1908 al fondo del contaminado Océano Atlántico! —Se mantuvo en silencio mientras un brazo de kumis destruía Sydney en un abrir y cerrar de ojos—. ¡Dios mío! ¿Y qué coño me dices del kéfir y su delicioso saborcito efervescente?
—¡Vaya rollo que me estás echando, tío raro! —contestó el perro.
—Pero, ¿estás loco o qué? —El astronauta volvió su mirada en busca de la del extraño ser—. Pero, ¿estamos locos o qué? —Apretó los puños con ganas de golpear su metálico cuerpo para desahogarse—. ¿No te das cuenta de que ejércitos invencibles como el de Genghis Khan se alimentaron con kumis, o que, hasta la locura de unos pocos, malvados y ambiciosos políticos, el bífidus activo y el L.casei immunitass nos ayudaban a mantener nuestra flora intestinal en perfecto estado. De no ser por ellos el mundo seguiría con el alma y la dignidad en pie.
—Macho, no me entero de nada… ¡Y mira que soy mucho, pero muchísimo más viejo que tú! —respondió el extraño animal que se debatía entre regresar a Londres o seguir haciendo compañía a aquel pobre desgraciado disfrazado de máquina de vapor—. A ver, venga, voy a seguirte el rollo ¿Quién leches es Genghis Khan? Estás hablando con un pobre perrito que viaja a través del tiempo, no con un loco como vosotros… En mi tiempo se vive de una manera más sosegada…
—Déjalo —suspiró—. Se trata de una larga historia.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —sintió curiosidad.
—En esta enorme cápsula de investigación —señaló la nave—. ¿Y tú?
—Te acabo de decir que soy un viajero en el tiempo —contestó molesto al darse cuenta de que el hombre no aceptaba su presencia—. La Señora Hudson estaba preparando la comida a sus inquilinos en el 221 B de Baker Street y, como me aburría, he decidido venirme al año 2021 para tomar un poco el aire. Mi verdadero nombre es Luzbel pero el autor de este libro me ha encasillado como Cerbero… —sonrió con maldad.
—No te enfades, chucho —intentó mantener la poca cordura que creía tener—. Visto así… Es que pareces tan extraño… ¿Y dices que estamos metidos en un libro? Así, sin más… ¿Cómo en una lata de conserva?
—No tengo ganas de hablar al respecto. Pregúntaselo a los lectores y que te digan quién soy. Lo que sí te puedo asegurar es que ahora que veo el futuro que os depara a los habitantes de La Tierra —meditó unos segundos la respuesta—, vosotros estáis hechos de tantas cosas y sois tan complicados que me parecéis unos gilipollas… ¿En esa bola de color blanco está el 221 B de Baker Street?
—Me temo que sí —rompió a llorar como un niño—. Y Batman, Phileas Fogg, Superman, los Pitufos, Drácula, Chucky, Heidi y todos los personajes de las series Verano Azul, Falcon Crest, V o Dinastía…
Durante media hora más, y manteniendo una conversación un poco más equilibrada con aquel ser, la visión terrestre siguió siendo la misma: horrorosa. Los extraordinarios atacantes —clones entre un meteorito en estado líquido, una masa gelatinosa, la sombra de la Peloponi y las alopecias de los viejos dictadores Castro, Putin o Maduro—, causaban estragos entre la población que, imaginaba el astronauta en su soledad interior consigo mismo, no sabía a ciencia cierta el origen de aquel brutal exterminio mundial.
Quizá el ataque formaba parte de planes maquiavélicos de los tímidos chinos, en su plan de apoderarse del mundo; de la locura de los yihaidistas por volver a la época de Matusalén o de algún científico ruso chiflado que, afectado por la enfermedad del ébola, había perdido el control sobre su experimento. ¿Estaba soñando el infeliz astronauta? Cerró los ojos con la esperanza de que aquello fuese una pesadilla. Abrió los ojos pero Cerbero seguía allí. Cada segundo le parecía un siglo y cada minuto una eternidad.
—Eh, ¿que haces? —quiso saber inmediatamente el viajero del tiempo.
—Tomo velocidad —contestó con resignación al curioso ser—. Voy a estrellarme contra esa plasta de mierda…
—No tengas tanta prisa, amigo —le recomendó—. Una parte de América del Sur está intacta y España también está libre de esa cagada vuestra…
—¡Me da igual! —exclamó—. ¡No pienso quedarme de brazos cruzados mientras esas criaturas creadas por el hombre se zampan mi civilización!
—Me temo que esas cosas a las que te refieres se acaban de zampar España… —El astronauta palideció—. España y América del Sur… Por cierto, ¿quién es la Peloponi?
—¡La madre que me parió!… —Le costaba concentrarse ante tanta locura.
—Hablando de madre —Cerbero optó por tomar el camino más corto—: me piro que no quiero intranquilizar a la Señora Hudson. Además, no te des prisa que me temo que ese alpiste blanquecino viene hacia nosotros… Además, necesito que me inyecten vapor por el culo… ¡Ciao, me piro vampiro!
—¡Asqueroso chucho! —apenas duró una fracción de segundo y el extraño compañero de penurias había desaparecido en un destello cegador. ¡Cobarde!
El astronauta intentó dominar sus temblores. El pánico atacó con más fuerza sus entrañas al ver como el kéfir, el kumis, el bífidus activoy el L.casei immunitassmodificados genéticamente por los laboratorios humanos, se dirigían, con asombrosa velocidad, hacia la nave. El pobre desdichado supuso que su posición había sido descubierta por el olor de su propia carne. La pesadilla comenzó a tener un grosor cada vez más cercano a su situación privilegiada ante la sistemática aniquilación bendecida por sus semejantes más chiflados. La Tierra se asemejaba a un helado de nata coronado por un magno Everest sin forma definida ni circunferencia posible de determinar. El monstruo posibilitó que la evolución de los seres humanos en el planeta ya fuese historia. De la mochila de los alumnos, camino de los colegios, a la conquista del universo a través de la perdición, la involución de su propia naturaleza hacia la nada, destruyó todo en minutos. Ver para creer.
—Nadie va a creerme —jadeó impresionado por la rapidez con la que aquella masa se acercaba a él.
En un abrir y cerrar de ojos, estabilizó su nave en el cosmos frenándola en seco. El chorro de su motor principal desapareció. La velocidad fue sustituida por millones de llamaradas anaranjadas repartidas más allá del perímetro del fuselaje de su improvisado escondite. La luz del sol iluminó su apesadumbrado rostro. Se percató de que ante aquella maravillosa aparición de vida, el monstruo de la galaxia redujo su velocidad y retrocedió unos kilómetros nave abajo.
En ese mismo instante, su inmediata víctima descubrió una posible manera de destruir al enemigo; no en vano, además de ser un mísero humano, poseía conocimientos increíbles en física y química. La alimaña artificial podía presumir de ser indestructible, invencible; pero tenía su punto débil. Nunca el oro había sido todo lo que relucía. Suspendido en el vacío, dentro de su nave, el astronauta sonrió por vez primera desde que diera comienzo el aniquilador apocalipsis. Paseó su mirada por la superficie de la cosa. Se sobrecogió sintiéndose abandonado a su suerte en aquel infinito, en aquella nada circunstancial. Cerró la boca. Sabía que podría desaparecer junto a su nave en una de las exhalaciones de aquel ogro. Lo peor para el astronauta no era la incertidumbre sino la soledad que le acompañaba en aquellos momentos cruciales. Pensó que sería mejor no provocar a aquel demonio amorfo. Le contempló lleno de aprensión, como si tuviese un poderoso sensor implantado en el cuerpo, de esos que captan cuanto ocurre alrededor de los seres vivos. Su rostro palideció. Por un instante daba la impresión que tenía más curiosidad que miedo. Quiso ponerse el traje y salir corriendo de aquel limitado espacio pero… ¿dónde buscaría refugio para no ser devorado por el experimento? La inspiración iluminó su mente y le ayudó a encontrar respuesta a sus miedos. En el inmenso cuadro de control pulsó un botón rojo que desplegó unos enormes paneles de cristal.
Tan sólo tenía que dirigirlos hacia el astro rey para freír a la descomunal masa. Golpear la superficie elástica con su nave poco daño la causaría. Quizá ganase una batalla pero no la guerra. Mantener y forzar la dirección de los rayos del sol hacia ella convertiría sus moléculas en un pedazo de excremento de hormiga. Estaba seguro de que su espontáneo experimento sería recordador por… bueno, sería recordado como El padre de todos los Experimentos. Una voz en su interior daba la razón a sus pensamientos creando una conexión perfecta entre la realidad y la ficción. Sus expectativas de supervivencia se transformaron, poco a poco, en muestras de aparente normalidad. Los datos que los ordenadores le ofrecieron de aquel soberbio organismo dejaron de intranquilizarle. Descubrió que incluso disfrutaba bautizándole:
—Te voy a llamar Cerbero —exclamó con media sonrisa—. ¡Sí, señor! Ya que me has dejado sólo en el mundo con mi nave, recordaré tu muerte con el nombre del chucho cobarde que el demonio acobardado creó para asustarme. ¡Eres una puta mierda blanca, Cerbero! ¡Asqueroso! ¡Eres un maldito y lo sabes! Tú, sí tú… ¿Estás leyendo esto, verdad? ¡Dame señales! ¿Qué está ocurriendo en el mundo? Pero ¿A quién piensas que me refiero al bautizar a la masa con el nombre de Cerbero? ¿Conoces a Luzbel? Esa cosa de allí abajo nos descubre que ambos son él… No te entiendo. No te puedo escuchar. No entiendo nada, no te escucho… ¡Me siento solo! —comenzó a llorar mientras actuaba en la oscuridad del universo.
Una vez alcanzado los enfoques del plan, permaneció en silencio a la altura de una de las ventanas de la nave. Lo hizo con recogimiento y solemnidad, sintiéndose uno de aquellos astutos patricios que se reunían en los aforos abiertos a la libertad del sol, cuando aún los dioses manes regían las vidas ecuánimes de los primeros romanos. Minúsculas gotas de agua resbalaron sobre su cara. Dentro del vehículo, el ambiente se tornó tibio, se transformó en el refugio en el que los conquistadores reponen fuerzas. Aquel brutal espectro bajo sus pies, nacido por ese afán egoísta de algunos semejantes vendidos al diablo, le produjo cierta melancolía por pequeños buenos momentos de tiempos pasados. Inquieto, cerró los ojos y recordó sus paseos entre las frondosas montañas. Añoró aquellos días soleados en los que se sentía abocado a la tierra tanto como las hojas de los sauces que acariciaban su rostro cuando los trepaba. Sintió de nuevo la brisa marina refrescando sus mejillas en compañía de su marido. Los atardeceres en la montaña con las estrellas preparándose para darle las bendiciones antes de dormir hasta la llegada del nuevo amanecer.
Abrió los ojos para hallarse cara a cara con la oscura realidad. Todo se había perdido por culpa de odiosas centurias en los que miles de feos demonios destruyeran, apoyados por las almas ambiciosas de los hijos de la oscuridad, objetivos que encumbraron al falso poder material a través de armas mortíferas como el dinero, la droga o el sistema de contacto que convirtió el mundo en un pañuelo moldeable: Internet. Todas ellas, en cualquier caso, deseadas cual bombón suizo, por los paladares de enfermizas y malignas personas. Una comitiva de esos malditos aguardaba con templanza que su creación engullese al último ser humano con vida. Una leve corriente de aire, soplo de paz en aquel infierno, envolvió al astronauta que todavía intentaba divisar alguna mezcla azul sobre la superficie del planeta Tierra. En esta ocasión, el hombre abandonado no quiso ser consolado. Disponiendo de los últimos recursos avanzados de la humanidad extinta, pulsó el botón rojo y los paneles se extendieron a ambos lados del vehículo espacial.
Desde el puesto de abordaje supo controlar sus nervios ante la brutalidad de aquel último descubrimiento científico, con la esperanza de morir en paz en el mundo de la tecnología humana. Aquellos locos —pensó- se desviaron en demasía de la línea que debería haber sido el conducto para el cumplimiento de la evolución de todos los seres vivos. En más de una ocasión, ellos mismos habían sido sorprendidos por liderazgos políticos depravados. Desde tiempos anteriores a los del emperador Nerón, la Tierra había sido minada con millones de botones rojos, como un gesto desvariado de sus propias inseguridades y desequilibrios. Billones de años invertidos por Dios en la creación fueron expuestos a las manos de almas perdidas e inconsecuentes que ahora yacían bajo la inmensa capa blanca que cubría la civilización.
Un agradable sonido melodioso, cual suave campanilla del amo llamando al esclavo, interrumpió la concentración del astronauta. En aquel preciso momento, donde ya no quedaba espacio para los tiempos de intenso materialismo o la existencia del espíritu enciclopédico, las infames hordas de los creados por Satanás sonrieron por última vez. El astronauta maldijo su suerte. Ni el botón rojo del inmenso cuadro de control ni los enormes paneles de cristal desplegados, habían sido capaces de someter el destino elegido por unos pocos en nombre de todo el progreso, de toda la humanidad. Tan sólo había tenido que dirigir los rayos del astro rey hacia la descomunal masa para achicharrarla. Todo fue en vano. Ni había ganado la batalla ni había ganado la guerra. Mantener y forzar la dirección de los rayos del sol hacia el monstruo contribuyó a que sus moléculas —manipuladas genéticamente por los científicos más chiflados jugando a ser Dios— cobrasen mayor fuerza y por ende, más velocidad hacia la nave. El padre de todos los Experimentos fracasó. El diabólico equipo formado por el kéfir, el kumis, el bífidus activoy el L.casei immunitassse tragó la nave en un abrir y cerrar de ojos. El héroe murió rezando una oración que de manera previsible le llevaría a las puertas del Cielo Eterno. Un Padre Nuestro que bien podría ser la llave que San Pedro le proporcionase con una palmadita en su etérea nueva vida.
El último suspiro del astronauta —en soledad, llorando— concluiría con el hombre genérico que hasta entonces había habitado el devastado planeta. La Tierra, juguete en las desagradecidas manos de los demonios encarnados por la ambición desmesurada, desapareció como lo hizo Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón y hasta el mismo Sol. Mas la mayor sorpresa fue que, llegada la oscuridad, la fuerza brutal de las falanges de Satán, que había logrado confundir a la humanidad convertida en perro metálico o lo que él desease, terminó con su propia existencia. Se hizo la Ley. Las almas puras comenzaron una nueva era alejada del kéfir, el kumis, el bífidus activo, el L.casei immunitass y demás aberraciones. Una comitiva de ángeles, daba la bienvenida a los benditos. Había llegado el Juicio Final. Dios no es revancha. Dios es Justicia Divina.
Producido por: Editorial Círculo Rojo para La Revista Diversa.
ISBN: 978-84-9115-022-0
DEPÓSITO LEGAL: AL 592-2015
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