La Segunda Luna Por Enrique Bruce: Escribo en un verso tierno, mi próxima violación
Por Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)
Desde la fundación de “la ciudad letrada”que desarrolla Ángel Rama en su famoso ensayo, para hablar del prestigio y el poder que confería el dominio de la cultura escrita y su rigor administrativo ya en los primeros años de la colonia, el hombre de letras tuvo su sitial indisputable. Pasarían los siglos y ello no cambiaría en el transcurso del dominio español en América y en las repúblicas independientes y convulsas que vinieron después.
De hecho, ese sitial se conserva hoy en día, aun cuando ciertos textos de mediana o larga extensión y complejidad son consumidos menos y menos.
En otras latitudes de Occidente, también se le reserva un nicho y un culto al hombre y mujer de letras, y al artista en general. Desde el Romanticismo y su consabido ensalzamiento al individuo, se vio al hacedor de productos cultos apreciados y difundidos por grupos de privilegio e instituciones señaladas, como un ser especial, como una criatura inspirada por el genio y un particular espíritu del tiempo. Esos nuevos rituales de adoración se dieron mediante las academias de letras, los salones de arte, el periodismo y las revistas especializadas, todo sostenido por la gran acumulación del capital burgués. Y no es de extrañar que así fuera en un siglo, el XIX, que fue testigo de la secularización creciente en sociedades materialmente sólidas y socialmente progresivas, donde la religión oficial cristiana tuvo diversos sucedáneos. Los santos y un dios crucificado fueron reemplazados eventualmente por movimientos ideológicos y algo esotéricos, algunos, y figuras públicas de renombre difundidas por la prensa escrita, y entre ellos, nuestros amigos escritores y artistas.
La mujer de letras, conforme iba apareciendo y reconociéndose en el XIX y de manera más acusada, en la segunda parte del siglo siguiente, también entraría en el panteón de lo que fue tradicionalmente, de dominio masculino.
Y llegamos así, hasta la administración de nuestros días, de las obras e imagen pública de los artistas y escritores, la mayoría hombres, envueltos en escándalos (sexuales muchos) alrededor de los cuales se cierran amigos, admiradores y conocidos, apadrinados y patrocinadores de los talentosos infractores. Al margen de las razones, siempre idiosincráticas, para defender a unos y otros, lo que se asoma en muchos discursos de apología es la prueba contundente del talento, la sensibilidad y la valía en sí que se percibe en la obra del acusado de turno.
En un artículo aparecido hace unos días en un diario digital en Lima, el periodista y poeta, Reynaldo Naranjo, es acusado de abusar y violar a su hija de 15 años, y a su pequeña hijastra de 7, en los años setenta, en su departamento en París. La historia se nos revela con meticulosidad en los párrafos redactados por los periodistas Diego Salazar y Gabriela Wiener, y entre los varios testigos citados por ellos, tanto de los conocidos y amigos de las víctimas como de los amigos y familiares del escritor acusado, está el testimonio de Max Obregón Rossi, actual decano del Colegio de Periodistas del Perú y amigo del acusado de hace 38 años, quien dice dudar de las declaraciones de la hija e hijastra de su amigo, puesto que vio en más de una ocasión a la primera “muy cariñosa con Reynaldo” ya de adulta (http://ojo-publico.com/770/reynaldo-naranjo-una-historia-de-terror-en-paris) Y añade con respecto a su amigo escritor: “Es muy sensible. Es un poeta, es un artista”.
Obregón, claro está, no está solo en esa asociación entre talento y valencia moral. Dicha asociación es harto frecuente y muestra lo fuertemente impresa que se halla en el imaginario colectivo. Somos herederos de una superstición romántica: la obra es la extensión natural del artista y la persona de letras; los ideales colectivos e individuales a los que sus escritos apuntan, corresponden a los ideales conseguidos a medias o de modo cabal, por su propio hacedor. Fue ingenioso de parte de los periodistas que sacaron a la luz la violación de un padre y poeta, que hayan puesto como epígrafe a su reportaje un poema del propio Naranjo donde habla de aquel lugar luminoso que nos inspiran los niños: “¿Y puede ser que alguien ame a los niños y los huertos, y no a la paz?”, reza parte del epígrafe.
Me puedo imaginar perfectamente (en una situación ficcional pero verosímil) esta línea escrita horas después de que Naranjo impusiera un felatio a una pequeña niña en la habitación contigua, o que lo hiciese horas antes de violar a su hija de quince años. La escisión entre lo que un poeta escribe y lo que vive puede ser dramáticamente (espeluznantemente) acusada. El siglo XX ha querido separar, a contracorriente de la prédica romántica, al autor de su obra atribuyéndole al texto vida propia y una autonomía tajante con respecto a su creador; esa nueva (ya no tan nueva) prédica del estructuralismo no hace otra cosa que reemplazar una superstición por otra.
En el texto que se va produciendo encontramos de alguna manera al autor, pero no como aseveraban los románticos impulsores del concepto de “genio” (muy en boga hasta ahora), como una extensión de su persona y autonomía, sino como parte de un fluir entre, de un lado, las parcelas de su psiquis y la impronta en el mundo de lo que el escritor llama “yo” (o de lo que sus lectores llaman “escritor” o “suyo” o “él” o “ella”), y de otro lado, lo que el entorno y el ritmo del mundo nos dicta y que hemos colocado por milenios, fuera de nuestro concepto de “yo”. El yo contemporáneo, lo sabemos desde Freud y hoy por hoy, mucho más allá de Freud, es un compendio de lo que vamos siendo y de lo que hemos sido (o hemos sido en apariencia), de lo que delimitamos como “yo” o “mío” por una parte, y de aquellas circunstancias de vida que nos van formando, de otra. Hemos asumido siempre que nuestro yo es inmutable y absolutamente reconocible; los antiguos griegos nos avisaron siempre (pero ya no los escuchamos) que nuestras voluntades son elementos porosos y que tienen que lidiar con la voluntad o el capricho de dioses y de hados. Nuestra voluntad no es tan nuestra, y nuestro lapsus de lenguaje y actuar no son meros accidentes que irrumpen en el conocimiento y la imagen cabal de nosotros mismos. Esos accidentes somos nosotros también.
Toda contradicción internalizada nos pertenece. Lo que esté fuera de “yo” en mi concepto férreo y a la larga, ficcionalizado, está en mí. Y hay accidentes del mundo, de mi entorno, que hablan más de mi persona de lo que imagino (o temo).
Si un hombre escribe un tierno poema dedicado a la niñez y horas antes u horas después somete sexualmente a una niña, ese hombre es el mismo en el acto de escribir y en el acto de violar, pero a la vez, cuando solo escribe es a la vez, muchos hombres (entre ellos, un pedófilo) y cuando solo viola y somete a una niña al sufrimiento y posterior vergüenza, es también un delicado escritor abierto a la ternura y los encantos de la niñez.
La evaluación moral y nuestras sentencias jurídicas tienen que contemplar ese nuevo ser que se asoma en nuestros espejos.
Desde la fundación de “la ciudad letrada”que desarrolla Ángel Rama en su famoso ensayo, para hablar del prestigio y el poder que confería el dominio de la cultura escrita y su rigor administrativo ya en los primeros años de la colonia, el hombre de letras tuvo su sitial indisputable. Pasarían los siglos y ello no cambiaría en el transcurso del dominio español en América y en las repúblicas independientes y convulsas que vinieron después.
De hecho, ese sitial se conserva hoy en día, aun cuando ciertos textos de mediana o larga extensión y complejidad son consumidos menos y menos.
En otras latitudes de Occidente, también se le reserva un nicho y un culto al hombre y mujer de letras, y al artista en general. Desde el Romanticismo y su consabido ensalzamiento al individuo, se vio al hacedor de productos cultos apreciados y difundidos por grupos de privilegio e instituciones señaladas, como un ser especial, como una criatura inspirada por el genio y un particular espíritu del tiempo. Esos nuevos rituales de adoración se dieron mediante las academias de letras, los salones de arte, el periodismo y las revistas especializadas, todo sostenido por la gran acumulación del capital burgués. Y no es de extrañar que así fuera en un siglo, el XIX, que fue testigo de la secularización creciente en sociedades materialmente sólidas y socialmente progresivas, donde la religión oficial cristiana tuvo diversos sucedáneos. Los santos y un dios crucificado fueron reemplazados eventualmente por movimientos ideológicos y algo esotéricos, algunos, y figuras públicas de renombre difundidas por la prensa escrita, y entre ellos, nuestros amigos escritores y artistas.
La mujer de letras, conforme iba apareciendo y reconociéndose en el XIX y de manera más acusada, en la segunda parte del siglo siguiente, también entraría en el panteón de lo que fue tradicionalmente, de dominio masculino.
Y llegamos así, hasta la administración de nuestros días, de las obras e imagen pública de los artistas y escritores, la mayoría hombres, envueltos en escándalos (sexuales muchos) alrededor de los cuales se cierran amigos, admiradores y conocidos, apadrinados y patrocinadores de los talentosos infractores. Al margen de las razones, siempre idiosincráticas, para defender a unos y otros, lo que se asoma en muchos discursos de apología es la prueba contundente del talento, la sensibilidad y la valía en sí que se percibe en la obra del acusado de turno.
En un artículo aparecido hace unos días en un diario digital en Lima, el periodista y poeta, Reynaldo Naranjo, es acusado de abusar y violar a su hija de 15 años, y a su pequeña hijastra de 7, en los años setenta, en su departamento en París. La historia se nos revela con meticulosidad en los párrafos redactados por los periodistas Diego Salazar y Gabriela Wiener, y entre los varios testigos citados por ellos, tanto de los conocidos y amigos de las víctimas como de los amigos y familiares del escritor acusado, está el testimonio de Max Obregón Rossi, actual decano del Colegio de Periodistas del Perú y amigo del acusado de hace 38 años, quien dice dudar de las declaraciones de la hija e hijastra de su amigo, puesto que vio en más de una ocasión a la primera “muy cariñosa con Reynaldo” ya de adulta (http://ojo-publico.com/770/reynaldo-naranjo-una-historia-de-terror-en-paris) Y añade con respecto a su amigo escritor: “Es muy sensible. Es un poeta, es un artista”.
Obregón, claro está, no está solo en esa asociación entre talento y valencia moral. Dicha asociación es harto frecuente y muestra lo fuertemente impresa que se halla en el imaginario colectivo. Somos herederos de una superstición romántica: la obra es la extensión natural del artista y la persona de letras; los ideales colectivos e individuales a los que sus escritos apuntan, corresponden a los ideales conseguidos a medias o de modo cabal, por su propio hacedor. Fue ingenioso de parte de los periodistas que sacaron a la luz la violación de un padre y poeta, que hayan puesto como epígrafe a su reportaje un poema del propio Naranjo donde habla de aquel lugar luminoso que nos inspiran los niños: “¿Y puede ser que alguien ame a los niños y los huertos, y no a la paz?”, reza parte del epígrafe.
Me puedo imaginar perfectamente (en una situación ficcional pero verosímil) esta línea escrita horas después de que Naranjo impusiera un felatio a una pequeña niña en la habitación contigua, o que lo hiciese horas antes de violar a su hija de quince años. La escisión entre lo que un poeta escribe y lo que vive puede ser dramáticamente (espeluznantemente) acusada. El siglo XX ha querido separar, a contracorriente de la prédica romántica, al autor de su obra atribuyéndole al texto vida propia y una autonomía tajante con respecto a su creador; esa nueva (ya no tan nueva) prédica del estructuralismo no hace otra cosa que reemplazar una superstición por otra.
En el texto que se va produciendo encontramos de alguna manera al autor, pero no como aseveraban los románticos impulsores del concepto de “genio” (muy en boga hasta ahora), como una extensión de su persona y autonomía, sino como parte de un fluir entre, de un lado, las parcelas de su psiquis y la impronta en el mundo de lo que el escritor llama “yo” (o de lo que sus lectores llaman “escritor” o “suyo” o “él” o “ella”), y de otro lado, lo que el entorno y el ritmo del mundo nos dicta y que hemos colocado por milenios, fuera de nuestro concepto de “yo”. El yo contemporáneo, lo sabemos desde Freud y hoy por hoy, mucho más allá de Freud, es un compendio de lo que vamos siendo y de lo que hemos sido (o hemos sido en apariencia), de lo que delimitamos como “yo” o “mío” por una parte, y de aquellas circunstancias de vida que nos van formando, de otra. Hemos asumido siempre que nuestro yo es inmutable y absolutamente reconocible; los antiguos griegos nos avisaron siempre (pero ya no los escuchamos) que nuestras voluntades son elementos porosos y que tienen que lidiar con la voluntad o el capricho de dioses y de hados. Nuestra voluntad no es tan nuestra, y nuestro lapsus de lenguaje y actuar no son meros accidentes que irrumpen en el conocimiento y la imagen cabal de nosotros mismos. Esos accidentes somos nosotros también.
Toda contradicción internalizada nos pertenece. Lo que esté fuera de “yo” en mi concepto férreo y a la larga, ficcionalizado, está en mí. Y hay accidentes del mundo, de mi entorno, que hablan más de mi persona de lo que imagino (o temo).
Si un hombre escribe un tierno poema dedicado a la niñez y horas antes u horas después somete sexualmente a una niña, ese hombre es el mismo en el acto de escribir y en el acto de violar, pero a la vez, cuando solo escribe es a la vez, muchos hombres (entre ellos, un pedófilo) y cuando solo viola y somete a una niña al sufrimiento y posterior vergüenza, es también un delicado escritor abierto a la ternura y los encantos de la niñez.
La evaluación moral y nuestras sentencias jurídicas tienen que contemplar ese nuevo ser que se asoma en nuestros espejos.
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