LA SEGUNDA LUNA POR ENRIQUE BRUCE: Vacunas ateas: El maridaje sorprendente entre el conservadurismo social y el movimiento anti-vacunas
Por Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)
Beatriz Mejía, la líder del grupo conservador peruano “Con mis hijos no te metas”, ha propuesto en redes, un certificado de exención de vacunación para que el portador pueda acceder a espacios colectivos o públicos cerrados. No es la primera asociación entre ciertos grupos reacios a la vacuna contra el COVID y colectivos conservadores / religiosos. Eso se da también en otras partes del mundo.
Según un estudio del NPR del 2021, entre los seguidores de Donald Trump que reclamaron el fraude electoral, muchos de ellos, claro está, republicanos o filo republicanos, mueren en mucho mayor número por efectos del COVID que los que votaron demócrata, teniendo ahora ambos grupos, acceso libre a las vacunas.
¿Qué tipo de maridaje es este entre conservadores sociales y los grupos anti-vacunas? Los hay, por cierto, progresistas reacios a la vacunación (y de todo nivel educacional) y los hay conservadores sociales que admiten la emergencia sanitaria y la necesidad de la vacunación obligatoria, pero ambos grupos no conforman una mayoría en sus respectivos nichos y son menos vocales que los de los maridajes que mencioné antes: el del conservador anti-vacuna, de un lado, y el progresista pro-vacuna, de otro.
Mi cabeza da vueltas y me pregunto por qué. ¿Hay algo en las sagradas escrituras de los católicos o evangélicos que proscriban la vacunación entre sus creyentes? Por supuesto que no. La vacunación contra el COVID no tiene por cierto, ninguna connotación sexual o de administración de lo sexual, como se trasunta en los gritos de guerra contra los derechos reproductivos o abortivos de la mujer y las prácticas y vivencias no normativas entre homosexuales y los grupos trans. Para nada.
Entonces, ¿qué? ¿Por qué esa frontera trazada? ¿Cuáles son las razones de la politización o ideologización de un problema global de sanidad?
Se me ocurren dos razones.
La una, de origen arqueológico social / político. Los Estados que hoy conocemos, circunscritos a las constituciones que emergieron y se propalaron a lo largo de la primera mitad del siglo 19 en Occidente, alejaron sus máximas de conducta ciudadanas de los discursos religiosos. La separación Estado – Iglesia se sentenció como un dogma relativamente tácito, a veces explícito, y con diferentes protocolos, y ello conllevaría un resentimiento entre las bases conservadoras que se expresarían en diferentes agendas a lo largo del tiempo que separan el hoy, de las primeras asambleas constitucionales en territorios europeos y americanos. La Iglesia católica vio mermado su poder político y económico en el transcurso del siglo secularizado y los currículos educacionales se volvieron asuntos de injerencia estatal antes que eclesiástica.
Esa afrenta no se olvidaría a pesar de los muchos años por los colectivos religiosos de varios membretes (cristianos y no cristianos). Toda injerencia estatal despide así, un tufillo secularizante, antirreligioso, aun cuando se trate de asuntos de logística de salud, como los del presente. La sinécdoque es perversa: El Estado es el que exige la obligatoriedad de las vacunaciones (y por momentos, el cierre o el aforo de los templos) y por ende, esa exigencia debe seguir lineamientos siniestros.
La segunda razón, me imagino, se manifiesta en la credibilidad automática que goza el que proclama los “males” vacunatorios y despliega las diferentes conspiraciones corporativistas o “comunistas” que implican la obligatoriedad de las vacunas. Sus proclamas a través de las plataformas libérrimas de la internet, de un registro anticientífico sin precedentes, se manifiestan de manera paralela a cómo se emitieron los discursos religiosos tradicionales durante siglos. El hombre (y por lo regular era un hombre, no una mujer) que emitía un sermón desde un templo, y propalado de manera presencial o en emisoras eléctricas como el de un canal de radio o de televisión, está de por sí investido de autoridad. Sus consignas, siempre y cuando se fijaran dentro de ciertos parámetros consensuados de su colectividad religiosa, serían incontestables y serían acatadas férreamente.
En cambio, el discurso científico, en favor de la vacunación y el distanciamiento razonable, tiene que ser probado en diferentes instancias y debe tener el sustento de la comprobación experimental. Los protocolos son rígidos. No existe el científico que sea el equivalente a un sacerdote, un rabino, o un pastor evangélico investido de verticalismo y autoridad incuestionables. Todo científico deberá confrontar sus sentencias (o sus conjeturas, puesto que sus resoluciones serán siempre perfectibles), con sus pares, con la comunidad científica que evaluará la viabilidad de tal diagnóstico o tal propuesta curativa. Habrá científicos que obtendrán arduamente el respeto de la comunidad lega a la larga, sobre todo en una época de propagación informacional masiva, pero ninguno tendrá una comunidad ferviente de seguidores como un Donald Trump, un Bolsonaro o, en menor escala, una Beatriz Mejía que sin querer (tal vez) juegan con las instancias más irracionales de sus seguidores tal como hacían y hacen muchos líderes religiosos, en toda época y lugar.
Los fragores de ciertas guerras ideológicas antiguas se siguen escuchando. Las batallas épicas del pasado se siguen labrando en habitáculos impensados, dentro y fuera de las pantallas catódicas de cada quien.
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