LA SEGUNDA LUNA POR ENRIQUE BRUCE: Vislumbrando perros Reseña sobre la película El poder del perro (2021) de Jane Campion

 


Por Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)
embruma@gmail.com

Todo lo que abarca el término “queer” siempre fue problemático en los estudios sobre las prácticas sexuales consideradas transgresoras; a tanto a llegado su inoperancia semántica que su inicial ha sido empujada a ser una letra más del micro-abecedario LGTBQ+.  Esta insatisfacción conceptual se ha dado en el ámbito de lo que llamamos “realidad” y con mayor razón, en el ámbito de lo que llamamos “ficción”.

La última entrega fílmica El poder del perro (2021) de Jane Campion, estrenada hace unos días en la plataforma de Netflix, agudiza la insuficiencia de lo queer como etiqueta a una realización (estética y sanamente) compleja.

La línea argumental es relativamente simple: Dos hermanos, Phil Burbank (Benedict Cumberbatch) y George (Jesse Plemmons) manejan un rancho grande en una Montana ficcional de los años veinte del siglo pasado (la filmación se dio en Australia); el primero, interpretado por un oscareable Cumberbatch, es el hermano de violencia verbal incontenida que denigra a su hermano menor y a su reciente esposa, Rose (Kirsten Dunst), y al hijo delicado de esta, Peter (Kodi Smit-McPhee). La trama se ajusta a los deseos y vaivenes emocionales de Phil quien habrá de delinear la pasividad de su hermano, el alcoholismo incipiente pero tenaz de la acosada Rose y la ambigüedad del que hará gala el jovencísimo Peter, quien se hará cargo en los últimos minutos de la cinta, de revertir el imperio violento del primero a partir del momento en que le descubra a este, unas revistas de hombres semidesnudos escondidas en un paraje lacustre en las inmediaciones del rancho.

 Peter desplegará amabilidad, delicadeza artística, lo mismo que una curiosidad biológica que le impelerá diseccionar a un conejo silvestre que él había capturado y el que habría ganado el cariño de su madre y de una empleada de la casa grande, en los días que el adolescente le concedió vida antes de aniquilarlo. Su furor científico le hará descubrir, por igual, los encantos mortíferos del ántrax que despiden los animales muertos y que probablemente le habrán de servir para una estrategia de venganza contra Phil, principal causante del derrumbe psicológico de su madre. 

Las inmediaciones del rancho y los montes suavizados de Montana-Australia sirven de escenario para el despliegue de la crueldad humana, y muy conspicuamente, la de Phil con respecto a otros animales y contra sus congéneres. La belleza natural no inspira, a la manera romántica, lo mejor de nuestra especie, sino todo lo contrario. Las tomas cerradas sobre la suavidad y vigor de los lomos y cuellos de los caballos broncíneos, corren paralelas a un erotismo contenido y una violencia in crescendo. Hay un momento señero en que Phil le reta a Peter a vislumbrar una forma en el juego curvilíneo de los cerros. De manera inmediata, el muchacho percibe la forma de un perro echado con las fauces abiertas: Esa figura solo fue avistada hace años por Henry Bronco, un capataz muerto tiempo atrás, que fuera el ídolo y la primera aventura sexual (y tal vez la única) de Phil durante sus años adolescentes, hace cerca de 25 años. Peter hace gala así de una suerte de escrutinio espiritual del que solo había sido capaz el primer y único amor de Phil, sobre la naturaleza escondida de los cerros aterciopelados, y se da en ese instante revelatorio, una empatía mutua entre el hombre rudo y el lánguido adolescente, empatía que para el segundo, le será instrumento de una venganza sofisticada. 

La naturaleza de lo queer siempre había sido diseccionada dentro de los parámetros urbanos; entregas como Brokeback Mountain (2005) de Ang Lee (inspiradas en la narrativa breve más seca y austera de Annie Prouxl) y esta de la directora neozelandesa, desmontan esos parámetros analíticos frente a la naturaleza domesticada y salvaje a la vez, y frente a los delineamientos masculinos férreos de los hombres de trabajos arduos rurales, ya sean los de los peones pobremente asalariados (los de la entrega de Ang Lee) o el del hacendado hecho a la rudeza del campo y suspicaz a las delicadezas citadinas o domésticas de gobernanza femenina, como el Phil Burbank de Campion.

Son territorios de frontera los que nos asaltan desde las pantallas, y son territorios de frontera sobre los que habrán de discurrir los estudios queer, tanto en las nuevas topografías físicas y sociales (o epocales) como en los más esquivos de las producciones estéticas. 

Como en el reto de Phil: ¿Sabremos percibir el perro de fauces abiertas en cerros poco conocidos?

Vela en Netflix ya!!

Comentarios