DIARIO DE VIAJE POR NICOLÁS COLFER: Barcelona, el primer destino

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Nadie me había hablado mal de Barcelona. Había oído mil anécdotas felices de lxs argentinxs que habían vacacionado en esas playas del "Primer Mundo". Que en Barcelona todo funciona bien y el estilo Gaudí te vuela la cabeza. Que en Barcelona las locas se pasean por la rambla llenas de entusiasmo y arena. Que aunque hubo un atentado y la represión a lxs catalanes separatistas, y hasta presos políticos, nadie se acuerda de eso cuando escala la cima del Montjuic. Que hay también rastros de balas en los muros que tocó la Guerra Civil española, pero andá a reparar en ellos entre los flashes de la marea de turistas. Y wow, hasta Freddy Mercury flipó con Barcelona.
Pero lxs barcelonesxs dijeron de inmediato cosas que nadie me había dicho. "Guarda bien el móvil, tío, que a mí me lo robaron la semana pasada". "Todos los días aparece un nuevo abuelo durmiendo en la calle". "En este barrio, la gente se emborracha y sale a hablar de lo que pudo haber logrado pero no logró". Todas las anteriores, frases más o menos textuales que mi memoria ha guardado con la acostumbrada fidelidad a los eventos espantosos. Primero, me convencí de que lxs catalanxs eran unxs pesimistas dominadxs por la hipérbole. Y puede que lo sean, pero cuando vi los robos, la indigencia y los relieves de algunos paisajes nocturnos, bueno...
No, la Barcelona que yo vi no se parecía tanto al recuerdo de lxs turistas argentinxs. Y no es que estuviera destemplada, porque tuve el privilegio de disfrutar de más de veinte grados en diciembre. La mía era una Barcelona de arrabales sombríos, como telarañas plagadas de moscas que aún se obstinan en vivir. Una de soles calcinantes y lunas cansadas, tan cansadas de alumbrar lo que Barcelona pretende guardar en las sombras. Y de avenidas mágicas, inciertas, en cuyas intersecciones aguardan las delicias o el oprobio.
Reduciré mis impresiones a una experiencia. Mi primera parada fue en Gracia, un bonito entramado de callecitas bohemias. Allí me recibió Germán. Su casa dominaba una esquina en la que el ayuntamiento había colgado, así nomás, una maraña de luces navideñas. Germán compartía la casa con otros tres heteros: un ibizenco, un alemán y un japonés. El último apenas me dirigió la palabra. Germán lo excusó: "Es que tiene roto el corazón, tío". Todos en esa casa compartían la misma suerte. Todos en Gracia.
A mi host lo había destrozado una japonesa con quien había dormido (y nada más) una noche en Tokyo. Un par de mimos y besos húmedos le bastaron a él para imaginar el casorio. Ella desapareció al día siguiente. Se deshizo de su número, de sus perfiles sociales, se deshizo. Él fue incapaz de encontrarla. Volvió a Catalunya decidido a no hacer nada más que lamentarse y ver la vida pasar a través de una caña vacía. Al principio me pareció un drama muy hetero. Ninguna de nosotras sufriría tanto por un polvo que no fue (hay excepciones, sí, y también hay locas muy hetero). Pero en la melancolía de Germán adiviné la pulsión de los escritores. "Joder, tío, me encantaría dedicarme a la narrativa, pero no soy bueno". Germán es un escritor de la hostia. "Y además, la crisis de los treinta me tiene mal". Tiene veintiún años. Pero claro, está lleno de Gracia.
Gracia es un barrio de muertos en vida, que deambulan por la noche en busca de alguien a quien contar sus penas, o lo invitan a sus casas para explayarse con más calma. Germán me habló de las suyas en la comodidad de su salón tapizado de pósters. El mismo salón donde le pedí que me leyera sus escritos. Ahí cerramos el trato: el año no acabaría sin que Germán diera vida nueva a sus textos. Él lo aceptó porque en mí no halló las respuestas condescendientes que sus congéneres repetían hasta la resaca. En mi mochila, además de un par de calzones, un frasco de dulce de leche y varios libros, tenía lo que Germán necesitaba: ánimo. Y un profundo amor por el arte que me trajo aquí.
Luego seguí mi viaje hacia otros barrios, pero en Gracia vislumbré el mal que pesaba sobre toda Barcelona. Para mí, hipérbole mediante, es un enorme sepulcro en el que los vampiros conviven con aquellos que, sin serlo, existen a la sombra de un destino similar. Pero yo no quise enterrarme, ni sucumbir al agobio de una ciudad tan melancólica y cruel como la misma Buenos Aires. Y pensando en esto fue que comprendí el encanto del que hablan lxs argentinxs. Porque Barcelona, más allá de sus ventajas geográficas y económicas, es una suerte de Buenos Aires, presa de lo que niega ser y de lo que no puede ser por mucho que lo desee. Las personas son como las ciudades. Más aún, todxs somos como la ciudad que nos vio crecer.
¿Qué sería Barcelona sin sus tinieblas? ¿Qué encanto tendrían sus luces si no fuera tan denso el secreto de su arrabal? ¿Quién la amaría si no pudiera sufrir por ella, como ella...?
No creo que perciba a Buenos Aires en los latidos subterfugios de todas las ciudades futuras, pero es inevitable que sea mi marco de referencia. Me fui de la Argentina para ensanchar mi vida, para darle brillo y contagiarla. Y he aprendido a querer a Barcelona aún cuando fue allí donde pensé, por un instante, que la vida se me iba... Pero las circunstancias y los personajes de esa historia son material para otra entrega de mi Diario. Solo una cosa puedo asegurar: Barcelona me verá volver. La razón es cada vez más clara. Y es que la oscuridad de las ciudades, igual que la de las personas, es un imán para aquellos que aún seguimos buscando la luz.
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