LETRAS INDÓMITAS: Amantes trastocados: Zeus y la atracción homosexual
Por Luis Landa (Desde Lima, Perú)
luislanda2001@yahoo.com
La literatura no ha graficado las fantasías más extremas de los seres humanos de manera gratuita. En las ficciones se reflejan las alegrías, los temores, los conocimientos, las dudas, la curiosidad, los conflictos personales y colectivos, las cuotas de victoria y derrota, las virtudes y defectos, entre muchas de las experiencias que puede manifestar cualquier persona que ha atravesado esta vida. Los niños lo saben bien desde que vinculan a las hadas -seres extraordinarios de fantasía- buenas y malas con los símbolos de la bondad y de la maldad que pueden experimentar en situaciones cotidianas, por ejemplo. Desde los remotos relatos plenos de fantasía de la literatura, encarnados en mitos como los griegos, se han manifestado las atracciones espontáneas del mismo sexo de una forma natural acorde con su esencia. Zeus, el dios todopoderoso, conjunción de las debilidades humanas en su condición divina, ha caído rendido ante la belleza de innumerables ninfas, diosas y mortales. Al parecer, no hace distinción entre la heterosexualidad, homosexualidad o cualquier otra modalidad con la que se pretenda encasillar la atracción por otra persona en relación con uno mismo. Considerando su indiscutible simbología del poder para la tradición, ha echado mano a diferentes artimañas para colmar algunas de las relaciones que revelan las experiencias sublimadas de los amores mortales y divinos.
Por ello, no sorprenda a nadie que la mitología griega acoja el pasaje en el que Ganimedes produce en el dios de dioses el deseo erótico, es decir -en la concepción griega-, el deseo amoroso. Hijo del rey Tros, de cuyo nombre deriva “Troya”, Ganimedes fue un hermoso joven a quien Zeus apreció de la misma manera como cuando el impulso lo arrebató frente a Leda o a la misma Europa y, en lugar de una transformación en cisne o en toro para seducir a estas bellas mujeres, se aderezó con plumas de águila para sorprender al adolescente a quien raptó, de esta forma, para poseerlo sobre el lugar donde concurrirían aqueos y teucros en una legendaria lucha que duró diez años. Amor, conflicto y muerte; dioses y mortales se combinan espontáneamente en los pasajes del ciclo troyano como reflejos de la condición humana en una imperecedera fantasía. Mucho antes de la caída de Ilión, y como reparación por el rapto de Ganimedes, Zeus obsequió presentes a Tros y le garantizó el grado de inmortalidad que había alcanzado su hijo. ¿Puede entenderse esto como la cuota de reparación civil (mortal) por el rapto perpetrado? Para el amado, el entusiasmado dios le había concedido una gracia que, a la vez, resultaba un regalo para el propio Zeus. Este le otorgó los requisitos necesarios -permanecer joven y bello eternamente, acaso para contemplarlo en su deleite- para ejercer el solícito deber que le hubo encomendado después de su encuentro amoroso. Ganimedes pasó, así, a convertirse en el copero de los dioses en El Olimpo. Su belleza y ánimo constituyeron las mejores credenciales para escanciar el placer en los dioses, el néctar. Así, el joven ascendió a una condición superior: de casto mortal a amante convertido en inmortal, de hijo de Tros a diligente servidor celestial e independiente. No es posible concluir que Ganimedes fue infeliz con este cambio de estatus. Su actitud asertiva expresa el “hímeros” griego, es decir, el deseo de ser amado. Esto se confirma en la proyección de su nombre en latín “Catamitus” con que se refiere el goce particular de Ganimedes, que, a su vez, deriva en inglés a “catamite” y que significa, como lo explica Robert Graves, “objeto pasivo de la lujuria homosexual masculina”.
Por otro lado, en otro pasaje de la mitología griega, Zeus vuelve a ser el agente detonador de atracciones. Ártemis o Artemisa, producto de la unión de Zeus y la ninfa Leto, se concibe en la mitología griega como una mujer ágil y autosuficiente. Al igual que su hermano Apolo, ella porta flechas y arco con los que caza, desata plagas y mata. Es famosa en su apego por la castidad. Se rodeó de ninfas en las cuales insufló el respeto y la admiración de la joven diosa. Artemisa irradiaba perfección física, sagacidad, fuerza y firmeza. Acteón pagó caro haberla atisbado desnuda mientras se bañaba; también alto precio pagó Aura por haber tocado los senos de la diosa y haber ironizado sobre su virginidad. Para Artemisa, la castidad era su constitución y, quizá, en ello haya radicado si no la fascinación, sí el hímeros que desató, por ejemplo, en Calisto. Esta ninfa, como las demás, mantenía el mismo régimen que su arisca diosa Artemisa. Zeus deseó inmediatamente a la bella Calisto cuando la divisó. No dudó en urdir un plan de seducción y elegir una apariencia que atrajera irresistiblemente a la bella ninfa. Así, se transformó en la imagen de su propia hija, Artemisa. En un favorable momento, Calisto encuentra a su señora a solas en una actitud propicia y comprende la insinuación que esta ejerce sobre ella. Luego de la primera reticencia y perturbación, se abandona a aquel placer que permanecía vedado debido al voto de castidad. Fue tarde cuando pudo comprender el error y entender que no había yacido con Artemisa, sino con Zeus, quien la embarazó en ese falaz encuentro. Calisto pagó también el desliz. Cuando en uno de los acostumbrados baños, Artemisa se percata de la gestación en su abultado vientre desnudo, la condena a una terrible transformación y muerte. Por supuesto, los estudios mitológicos no aprecian en el encuentro entre Zeus y Calisto una relación homosexual; sin embargo, cabe considerar el alto grado de contingencia y el carácter fluctuante de los mitos para aceptar que la atracción desbordante que arrebató a Calisto se debe al cuerpo divino que sus sentidos le colocan en frente. Calisto pierde la mesura con Artemisa o con la figura femenina de ella. El placer prohibido, la inexorable unión con su señora, la consentida violación del voto de castidad y la próxima rendición ante el poder de tal mujer, todo converge en una misma causa para convencer a Calisto de liberar el deseo de ser tomada por la diosa a quien creía en su verdadera personificación.
Algunos otros casos -como el amor contrariado de Apolo y Jacinto o la dualidad que experimenta el sabio Tiresias al ser hombre y convertirse en mujer y sentir como tal el placer del éxtasis-, han prescindido de la omnipotencia de Zeus como catalizador o, en todo caso, de la metáfora del poder del deseo que en él reside. Probablemente, estos hechos que configuran un interesante eslabón de la mitología griega demuestran que la literatura ha tocado el tema desde que se constituyó como tal, es decir, como una producción de la fantasía del ser humano. Si bien estas historias se propagan o dejan de reproducirse por momentos en la historia, esto se debe a cuestionamientos de carácter conservador según las relaciones de poder que ejerzan una presión en determinadas circunstancias. La literatura, por su parte, manifestará, silenciosamente o no, en su innata e inexorable libertad, la fértil imaginación de las personas que tienen en ella la fuente que refleja sus anhelos y sus comportamientos. Estos mitos grafican un lado tan propio del ser humano como la cuota de feliz necesidad que cargaba Zeus en medio de su divinidad y omnipotencia.
Bibliografía mínima:
García Gual, Carlos Introducción a la mitología griega Madrid: Alianza, 2004
Graves, Robert Los mitos griegos [2 tomos] Madrid: Alianza, 2014
Grimal, Pierre Diccionario de mitología griega y romana Paidós, Barcelona, 1981
Ovidio Metamorfosis Madrid: Alianza, 1996
"Comencemos por Zeus, a quien jamás los humanos dejemos sin nombrar."
Arato “Fenómenos”
Por ello, no sorprenda a nadie que la mitología griega acoja el pasaje en el que Ganimedes produce en el dios de dioses el deseo erótico, es decir -en la concepción griega-, el deseo amoroso. Hijo del rey Tros, de cuyo nombre deriva “Troya”, Ganimedes fue un hermoso joven a quien Zeus apreció de la misma manera como cuando el impulso lo arrebató frente a Leda o a la misma Europa y, en lugar de una transformación en cisne o en toro para seducir a estas bellas mujeres, se aderezó con plumas de águila para sorprender al adolescente a quien raptó, de esta forma, para poseerlo sobre el lugar donde concurrirían aqueos y teucros en una legendaria lucha que duró diez años. Amor, conflicto y muerte; dioses y mortales se combinan espontáneamente en los pasajes del ciclo troyano como reflejos de la condición humana en una imperecedera fantasía. Mucho antes de la caída de Ilión, y como reparación por el rapto de Ganimedes, Zeus obsequió presentes a Tros y le garantizó el grado de inmortalidad que había alcanzado su hijo. ¿Puede entenderse esto como la cuota de reparación civil (mortal) por el rapto perpetrado? Para el amado, el entusiasmado dios le había concedido una gracia que, a la vez, resultaba un regalo para el propio Zeus. Este le otorgó los requisitos necesarios -permanecer joven y bello eternamente, acaso para contemplarlo en su deleite- para ejercer el solícito deber que le hubo encomendado después de su encuentro amoroso. Ganimedes pasó, así, a convertirse en el copero de los dioses en El Olimpo. Su belleza y ánimo constituyeron las mejores credenciales para escanciar el placer en los dioses, el néctar. Así, el joven ascendió a una condición superior: de casto mortal a amante convertido en inmortal, de hijo de Tros a diligente servidor celestial e independiente. No es posible concluir que Ganimedes fue infeliz con este cambio de estatus. Su actitud asertiva expresa el “hímeros” griego, es decir, el deseo de ser amado. Esto se confirma en la proyección de su nombre en latín “Catamitus” con que se refiere el goce particular de Ganimedes, que, a su vez, deriva en inglés a “catamite” y que significa, como lo explica Robert Graves, “objeto pasivo de la lujuria homosexual masculina”.
Por otro lado, en otro pasaje de la mitología griega, Zeus vuelve a ser el agente detonador de atracciones. Ártemis o Artemisa, producto de la unión de Zeus y la ninfa Leto, se concibe en la mitología griega como una mujer ágil y autosuficiente. Al igual que su hermano Apolo, ella porta flechas y arco con los que caza, desata plagas y mata. Es famosa en su apego por la castidad. Se rodeó de ninfas en las cuales insufló el respeto y la admiración de la joven diosa. Artemisa irradiaba perfección física, sagacidad, fuerza y firmeza. Acteón pagó caro haberla atisbado desnuda mientras se bañaba; también alto precio pagó Aura por haber tocado los senos de la diosa y haber ironizado sobre su virginidad. Para Artemisa, la castidad era su constitución y, quizá, en ello haya radicado si no la fascinación, sí el hímeros que desató, por ejemplo, en Calisto. Esta ninfa, como las demás, mantenía el mismo régimen que su arisca diosa Artemisa. Zeus deseó inmediatamente a la bella Calisto cuando la divisó. No dudó en urdir un plan de seducción y elegir una apariencia que atrajera irresistiblemente a la bella ninfa. Así, se transformó en la imagen de su propia hija, Artemisa. En un favorable momento, Calisto encuentra a su señora a solas en una actitud propicia y comprende la insinuación que esta ejerce sobre ella. Luego de la primera reticencia y perturbación, se abandona a aquel placer que permanecía vedado debido al voto de castidad. Fue tarde cuando pudo comprender el error y entender que no había yacido con Artemisa, sino con Zeus, quien la embarazó en ese falaz encuentro. Calisto pagó también el desliz. Cuando en uno de los acostumbrados baños, Artemisa se percata de la gestación en su abultado vientre desnudo, la condena a una terrible transformación y muerte. Por supuesto, los estudios mitológicos no aprecian en el encuentro entre Zeus y Calisto una relación homosexual; sin embargo, cabe considerar el alto grado de contingencia y el carácter fluctuante de los mitos para aceptar que la atracción desbordante que arrebató a Calisto se debe al cuerpo divino que sus sentidos le colocan en frente. Calisto pierde la mesura con Artemisa o con la figura femenina de ella. El placer prohibido, la inexorable unión con su señora, la consentida violación del voto de castidad y la próxima rendición ante el poder de tal mujer, todo converge en una misma causa para convencer a Calisto de liberar el deseo de ser tomada por la diosa a quien creía en su verdadera personificación.
Algunos otros casos -como el amor contrariado de Apolo y Jacinto o la dualidad que experimenta el sabio Tiresias al ser hombre y convertirse en mujer y sentir como tal el placer del éxtasis-, han prescindido de la omnipotencia de Zeus como catalizador o, en todo caso, de la metáfora del poder del deseo que en él reside. Probablemente, estos hechos que configuran un interesante eslabón de la mitología griega demuestran que la literatura ha tocado el tema desde que se constituyó como tal, es decir, como una producción de la fantasía del ser humano. Si bien estas historias se propagan o dejan de reproducirse por momentos en la historia, esto se debe a cuestionamientos de carácter conservador según las relaciones de poder que ejerzan una presión en determinadas circunstancias. La literatura, por su parte, manifestará, silenciosamente o no, en su innata e inexorable libertad, la fértil imaginación de las personas que tienen en ella la fuente que refleja sus anhelos y sus comportamientos. Estos mitos grafican un lado tan propio del ser humano como la cuota de feliz necesidad que cargaba Zeus en medio de su divinidad y omnipotencia.
Bibliografía mínima:
García Gual, Carlos Introducción a la mitología griega Madrid: Alianza, 2004
Graves, Robert Los mitos griegos [2 tomos] Madrid: Alianza, 2014
Grimal, Pierre Diccionario de mitología griega y romana Paidós, Barcelona, 1981
Ovidio Metamorfosis Madrid: Alianza, 1996
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