La Segunda Luna por Enrique Bruce: Oda al prejuicio
Por Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)
embruma@gmail.com
Tenemos que dejar los prejuicios de lado. El prejuicio es un mal social. Todas estas expresiones son bienvenidas en el discurso público o privado; se repiten como una letanía pero resultan siendo a la larga, como toda letanía, inanes. Su inefectividad ese debe a que se confunde su sentido aspiracional con el de la consigna práctica; su alcance de largo plazo con el del corto. Esas expresiones o buenos deseos infieren un estado imposible de acceder: el que una persona pueda estar exenta de TODO prejuicio. Ello no podrá darse.
Por definición, el prejuicio es un juicio o inferencia apresurada que se basa en pocos elementos o en una información de base restringida. No es exactamente un pre-juicio, ES un juicio pero establece analogías entre dos situaciones que calibramos ambas como reales pero que una de ellas es del todo imaginada. Esto tuvo razón de ser en nuestra evolución cognitiva tanto individual como de grupo.
Nuestra especie necesitó de esos juicios apresurados para sobrevivir: el olor a orín de un posible depredador, una huella en la maleza, todo señalaba el peligro cuando podríamos equivocar en ciertos ocasiones, la identidad de la criatura que orinó o de la que imprimió la huella. La posibilidad del equívoco implicaba un precio mucho menor que el no huir en absoluto de la escena cuando veíamos la señal de peligro imaginado o real. Era preferible huir del venado que acercarnos al cubil del lobo.
A los niños pequeños también les es útil el prejuicio. Entre el año y año y medio de edad, aprenden a evitar los bordes (antes, no): tienen un sentido del peligro de la altura sin que hayan sufrido caída alguna. Desde la cuna, lloran cuando se asoma en ella algún rostro que no responda al fenotipo que les es familiar: una tez demasiado clara, unos ojos azules o rasgados que no hayan visto antes los impulsarán al llanto, a la llamada de un adulto del clan. Ese rostro no familiar podría haber correspondido, en otras situaciones menos favorables, a la de una fiera asomando en la cuna en tiempos de mayor convivencia territorial entre humanos y animales. El prejuicio del bebé lo ayuda a avanzar en el camino pedregoso a la adultez.
Toda colectividad tiene como requisito fundamental en que se compartan saberes y emociones comunes: el synphilein griego. El niño, por cuestiones de supervivencia básica, tiene que compartir el amor y el odio de sus padres y entorno inmediato en el largo proceso de sociabilización. Tiene que amar lo que ellos aman y odiar lo que ellos odian y adquirir “conocimientos” que sustenten esas emociones comunes. Tenemos que revestir de lenguaje y símbolos instancias primarias de nuestra psique para pertenecer y por ende sobrevivir. Es el abc de nuestra formación como personas.
Los animales desarrollan por cierto, prejuicios como nosotros, pero somos nosotros los que los perfeccionamos para esgrimir categorías y asociaciones complejas. Nuestro mundo simbólico precisa de inferencias y analogías (prejuicios) que pueden con la experiencia ser perfectibles. Podemos mantener paradigmas de conocimiento útiles, pero tendremos a la larga, que abrirnos a nueva información, a nuevas premisas que nos lleven a nuevas inferencias (nuevos prejuicios) y seguir adelante. A ese largo proceso de construcción y desarticulación de saberes sucesivos lo llamamos “civilización”. Toda civilización tuvo como base peligros imaginados o reales y el consecuente diseño de estrategias para sortearlos o eliminarlos.
Ese cúmulo de prejuicios que nos sirvieron para sobrevivir en nuestra infancia, e infancia tanto a nivel individual como aquella de nuestras historias como colectividades, eran connaturales a nosotros. Y los seguirán siendo. Pero tenemos que tener conciencia de la perentoriedad de todo saber. Los prejuicios que se señalan como especialmente perniciosos y que acaparan reflectores críticos hoy por hoy son los que conciernen a la delimitación y caracterización de grupos humanos: las mujeres, los homosexuales, las etnias en posición vulnerable o los grupos económicamente desfavorecidos. Los que atacan dichos prejuicios (y con justicia aunque no con alto grado de efectividad) hacen una asociación cierta: enlazan el prejuicio sobre lo social con el miedo. La persona prejuiciosa teme a su objeto de prejuicio: el hombre a la mujer, al espontáneo reconocimiento de esta de la vulnerabilidad humana que le hace recordar la suya (la del varón); el heterosexual al homosexual (o a su propia pansexualidad u homosexualidad latente); el blanco con respecto a la persona de color en Occidente frente quien desarrolla un pernicioso ataque retórico (o físico) “preventivo”; el pudiente frente al pobre a quien quiere tener fuera de sus linderos. Ese miedo fue, como indiqué, necesario en ciertos estadios evolutivos pero tenemos ahora una “base de datos” lo suficiente amplia para evitar la generalización apresurada. La reflexión sobre los diferentes condicionamientos materiales y de estrategia de dominación que prostraban a ciertos grupos ha sido lo suficiente elocuente y difundida para empezar a cambiar de paradigma. Ya dejamos la cuna, la caverna y el bosque como para que nos sostengamos en las mismas premisas observables y emprendamos el llanto o la carrera, a la loca. No todo es orín de lobo.
El prejuicio estará siempre con nosotros, con cada uno de nosotros. Sin embargo, aquí tengo que dejar la corrección política y dar al mismo tiempo una buena noticia: podemos vivir con nuestros prejuicios, del tipo y grado que sea, hombres y mujeres, pero no tenemos por qué cederles centralidad en nuestras acciones. La admisión de tal o cual prejuicio es un buen primer paso para la atenuación de este en nuestro pensar y nuestro actuar. Como ciertos virus, pueden estar siempre latentes pero pueden estar en jaque y resultar inoperantes en el organismo social. Los prejuicios raciales, de género, homofóbicos, de clase o de cualquier tipo no van a desaparecer en ningún individuo, conforman un estrato profundo en la arqueología de lo que somos, pero no tienen que tener la batuta en nuestras vidas. Si conviene desenterrar esos prejuicios y admitirlos como nuestros, es para hacer palpable su naturaleza arcaica, su transposición con otros muchos estratos que conforman ese sitio arqueológico al que nos referimos como “yo”. No existe el individuo desprejuiciado (solo en personas de sociabilización anómala, como el del autista de grado extremo o la persona de retraso agudo); lo que distingue a una persona "desprejuiciada" de otra que no, es sencillamente, que la primera sabe mantener a raya sus presuposiciones apresuradas y la segunda, no. Lo bueno de los túneles, es que nos señalan la luz al final de los mismos. Aprovechémoslos.
Comentarios
Publicar un comentario