La segunda luna por ENRIQUE BRUCE: Desde mi closet

Por Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)
embruma@gmail.com
Hace ya décadas que el feminismo nos enseñó que lo público puede ser privado e inversamente, que lo privado puede ser público. Los lineamientos ideológicos que mantenían a la mujer en los márgenes de la vida pública, se entendían que eran “universales” y por consiguiente, cualquier voz desgarrada que clamase por la paridad de derechos, se entendía que se debía a desórdenes privados de tal o cual mujer. Se asumía que los parámetros que regían a hombres y mujeres en la esfera pública eran sanos, racionales, y que las voces de rebelión se inscribían en el ámbito de lo personal, lo irracional y hasta enfermizo. Lo “privado” se definió de esta manera, por lo que lo público quería esconder: sus propias y recónditas proclamas de sujeción por sobre ciertos grupos minoritarios o marginales. Ciertos elementos de lo llamado “privado” conforman lo que la voz pública, represora e intransigente muchas veces (pregúntenselo a Freud), quiere que se mantenga como escondido, como adecuadamente alejado de la vida pública que se entiende es la esfera de mayor vigor y salud de lo humano. Los años de revisionismo cultural probarían que lo público escondía también sus enfermedades congénitas.
Si la homosexualidad es considerada un mal, como lo ha sido en muchas instancias y de muchas maneras, según las épocas y temperamentos culturales, la mejor manera de combatirla es silenciándola, es invisibilizándola a grados que rayan en lo ridículo. De allí que se esgrima una de las frases más inconsistentes, pero harto frecuentes a la vez, la de “eso pertenece a mi vida privada”, cuando a una persona se le pregunta sobre su orientación sexual o sobre el género de su pareja. Como comprenderán, ningún heterosexual al que se le pregunte, esgrimirá una respuesta así, so pena de que se sospeche de su propia orientación.

La americana Eve Sedgwick escribió un libro: Epistemología del closet. Dicho texto comprende un recuento exegético de autores norteamericanos y europeos del siglo XIX que escribían sobre diversos temas, pero que al hablar de la sexualidad o de los mores del género, señalaban estar muchos de ellos escondidos en el closet (Proust es un caso famoso, quien para esconder su propia homosexualidad, se sintió más cómodo hablando extensivamente sobre la homosexualidad femenina, o describiendo al homosexual afeminado con el cómodo ellos). Quería detenerme en el título del libro y en particular, en la palabra epistemología. El closet es eso, justamente es eso, un conjunto de experiencias (epistemai) tan ricas y variadas que simulan ser una vida. Yo en lo personal, viví esa simulación en mi adolescencia y parte de mi primera juventud. Mentía y creía en mis mentiras. No sólo ocultaba mis deseos y sentimientos (ejercidos y expresados en la más absoluta clandestinidad), sino que estudiaba todos los extramuros de las practicas propias de mi género para verme más hombre. De adolescente, descubrí que decía más lisuras que mis congéneres. Me extralimité tanto en mi hombría que me volví un grosero, incluso para los estándares relajados de mis amigos varones (Pues sí, los varones heterosexuales pueden ser también objeto de caricatura, al menos para el gay enclosetado). Descubrí demasiado tarde, que a muchos hombres heterosexuales no les gustaba el fútbol, y decidí perderle el rastro al cortejo del deporte rey (En lo que respecta al fútbol peruano, hay que admitir, tuve suerte).
Mi closet era mi vida. Escribí y aprendí de los libros y las personas desde los recintos insospechados de mi armario. Quise a las mujeres desde mi closet; amé a mi familia desde él y aprendí a quererlos aun cuando la burla o el insulto por el homosexual se dirigían (sin que supieran ellos) al adolescente flaco y cabizbajo sentado a la mesa con ellos. Viajé y descubrí el mundo y sus temperamentos desde mi closet. Jugué con la nieve por primera vez en Ticlio con mi familia, y mi risa, si bien la sentía algo distinta a la de ellos, la sentía risa y la sentía amor con ellos y entre ellos. La palabra soledad, tan manida en la poesía y de registros tan varios según la visión y el talento del poeta en cuestión, tuvo siempre desde mi adolescencia un tamiz perturbador. Sin saber que todos, hombres y mujeres, homosexuales o no, estábamos condenados a vivir la soledad inevitable que es la vida (nacemos y morimos solos, dicunt), la mía estaba tamizada por un sentimiento de vergüenza y de mal, sin poder nombrarla. No es cierto tipo de amor, como dicen, el que no se atreve a decir su nombre, lo que no dice su nombre es cierto tipo de soledad que oprime el pecho de un hombre joven.
A mis cincuenta y tres años (mi otro closet), he aprendido a amar el closet de mi juventud. Fue dentro de todo, una vida. Hace tiempo que me he despedido del muchacho flaco que me mira desde las fotos viejas de la polaroid. Vivo otras soledades, y vivo otras dudas que me atormentan desde lo que escribo y para la vida que escribo mientras transcurro en ella. En mi caso personal, fueron los libros, y los amigos queridos para los que no había nada privado en los ámbitos del cariño, los que de alguna manera me hicieron ver que había una vida más allá de la vida del closet: mi primer encuentro con lo que podía ser una eternidad. Y la sexualidad, en todas sus sombras y todos sus esplendores, hizo lo suyo para darme el génesis. Una habitación, dos cuerpos sorprendidos de sí, y una cama, cubren en su discreción todo el cielo y toda la tierra, y todas las sombras de la tierra que avisan solo de la luz que las justifica.

Este texto pensaba ser una proclama de guerra contra el closet, específicamente contra todo adulto (mayor de 25, digamos) aún metido/a en él. Pero no, este texto ha devenido en una invitación a salir de él. Sé que tienen una vida dentro del armario, pero fuera de él se tendrán a sí; vivirán la inexorable posibilidad del coraje y la aventura, pues sus miedos ya los han preparado para el viaje que les espera, apertrechados de una valentía recién adquirida (No se es valiente si no se ha experimentado alguna vez el temor). Si han estado recluidos en una prisión, podrán disfrutar como nadie de las regiones de la libertad que de alguna manera u otra, siempre han avistado a través de las rendijas.
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