DIARIO DE VIAJE POR NICOLÁS COLFER. CONMOCIÓN EN EL TEATRO FAMILIAR: SE SUSPENDE LA FUNCIÓN DE AÑO NUEVO

Nicolás Colfer es escritor y corrector literario. Trabaja en acciones culturales para la Ciudad de Buenos Aires, con el acento puesto en la visibilidad de las disidencias sexuales.
Promueve en sus redes la construcción de una Literatura diversa e interactiva. 
Fin de año es una época de excesos. El que peor me cae ha sido siempre el exceso de familia. Es de no creer: entre Navidad y Año Nuevo, mi familia festeja tres natalicios. Solíamos festejar cuatro, pero la tía Hilda falleció hace tiempo (no sé cuándo). Para colmo, todos los cumpleaños son el mismo día, 28 de diciembre, flor de broma por el Día de los Inocentes. Mi hermana es una de las homenajeadas de la fecha. Anoche festejamos su 21° cumpleaños.

Si escribo esto es porque, mientras la noche transcurría, rumié cosas que no convenía decir. Materia de artículo, en definitiva. Quizás pensé en escribirlo mientras masticaba pizza en mi rincón, no me acuerdo, pero sé que masticaba para tener ocupada la boca y no “hablar al pedo”. Es una premisa de mi viejo: “Para hablar al pedo, mejor no hablar”. Y él es de los que cree que generar polémica en la mesa familiar es al pedo, sobre todo cuando una se mete con ciertos temas. Así que ahí estaba yo, dele masticar, imaginando en secreto la polémica que estallaría a la hora del brindis si en el medio no estuviera mi hermana, la agasajada, que nada tenía que ver con mi silencio y no merecía el escándalo. 

De vez en cuando, me sorprendía una pregunta:
–¿Cómo pasaste Navidad?
–En casa, con un amigo.
–Ahhhhhhhhhhh.

Hay fórmulas infalibles para silenciar a mis parientes: “con un amigo” es una de ellas. Ninguno va a hacer nuevas preguntas si las respuestas van a estar cargadas de esa presencia masculina fantasmal ligada a la palabra “amigo”. Si la respuesta la diera mi hermano, seguramente le preguntarían de qué amigo se trata, querrían saber a qué se dedica, de qué cuadro es y hasta si tiene familia, pero cuando la loca pronuncia “amigo” es probable que lo esté haciendo para encubrir otras palabras: “novio”, “chongo”, “amante”, “pareja”, en fin. Yo la pronuncié adrede, para que no me preguntaran más, pero con la tranquilidad de saber que esta vez no estaba mintiendo. Pasé la Nochebuena con mi amigo Hernán, por cuarto año no consecutivo; nos empinamos unas sidras y terminamos bailando en una fiesta callejera hasta las seis de la mañana. No hicimos nada que mi familia no pudiera saber, pero la curiosidad se les agota con “amigo”. Todos comparten la premisa de mi viejo.

Al rato, otra pregunta:
–¿Y para Año Nuevo venís?
Si les hubiera respondido que no directamente, me habría ahorrado el malestar que todavía tengo, pero les dije que sí, que a lo mejor iba solo el primero de enero, pero que sí. Fue obediencia debida. El fin de semana anterior lo habíamos negociado con mis viejos: si no estás para Navidad, tratá de estar para Año Nuevo, porque la abuela es grande. “La abuela es grande” quiere decir que, como la señora va a morir pronto, hay que hacerle toda la compañía posible. Uno de los reclamos permanentes de mi abuela es que nadie la va a visitar. No los culpo: su casa está cargada de una energía siniestra desde que mi abuelo falleció. Pero si nadie la va a visitar nunca, ¿por qué es tan importante acompañarla en Año Nuevo? Me respondo: porque entonces está armado el teatro familiar. Yo tengo un papel, igual que mi hermano y mis hermanas, igual que mi abuela. El mío es el de la oveja negra de la familia (nadie va a decir “oveja gay” porque aun decirlo les resultaría insoportable). Mis acciones están marcadas: me siento en la mesa, como y digo que todo está rico si me preguntan, me río de alguna cosa que mi hermana me muestra en su teléfono, le aviso a mi tío que sus chistes son misóginos, me enervo si defienden el neoliberalismo o la cristiandad, eventualmente digo que ya es tarde, que me voy, y todos hacen como si no los incomodara mi presencia y me insisten para que me quede un poco más. Generalmente, me niego: el tiempo que puedo dedicarle a mi papel es limitado. 
El personaje de mi abuela es infumable. Quizás lo fue siempre, pero no me di cuenta hasta que enviudó. En su tendencia a hacer comentarios homofóbicos y mirarme de reojo, a mencionar todo el tiempo el nombre de mi abuelo, a llorarlo cuando se sirve el postre, queda claro que no sabe representar otro rol que el de la señora heterosexual, monógama y materialista. Mi abuelo y ella se poseían mutuamente. Se poseen todavía: ella es incapaz de pensar en otros hombres y necesita ser poseída a diario por el fantasma de su dueño, cuya presencia es tan palpable en los objetos y prendas que guarda intactos. Miro la mesa; recojo al voleo algunas frases de conversaciones dispersas. Trago. Acá todo es propiedad privada. Mi vieja nos posee cuando habla de su orgullo, de lo bien que nos alimentó. “¡Ahora Nico trabaja para el gobierno!”, dice y me sonríe. Mi tío posee a mi tía cuando le hace ver que ya ha comido mucho. Mis primos poseen a sus hijos cuando hablan de las gracias que estos hacen (y que nadie nunca ha corroborado, porque son niñxs bastante antipáticxs). Mi hermana posee a su novio cuando se le sienta encima, y yo pienso en que jamás podré sentarme encima de un chico con mi papá presente, porque generaría polémica. 

En todas las escenas que el teatro familiar me plantea, amo a mi viejo. No es ficción, lo amo. Pero cuando el telón cae, me doy cuenta de que lo amo porque me lo exige el guión. Si mi viejo fuera mi tío, lo odiaría. Todos sus comentarios son toscos y medio fascistas. Siempre me obliga a morderme la lengua para “no hablar al pedo”. ¿Y si me enseñó a callarme para que no lo callara yo a él? No, el rol de mi viejo es conciliador. Siempre está enfriando paños. Los que nos sacamos chispas somos mi vieja y yo. Ella es la moriacasán de la mesa, la de la lengua karateka. Contradecirla en público es al pedo: vamos a terminar a los gritos. Por eso, recuerdo, la última vez que les hablé de mi furia fue en un lugar público. En Guerrín, la famosa pizzería de Calle Corrientes. Era un sábado a las diez de la noche. Hora pico, lugar réquetepúblico. 

–Tengo novio.
–Sí, sí –dijo mi vieja. Mi viejo masticaba para no decir nada; eso también me lo enseñó él–. Sí, sí, qué lindo, hijo.
–Me gustaría que lo conocieran –dije. Mis hermanas estaban atentas a la respuesta que tardó en llegar. Mamá primero llamó al camarero, le pidió hielo para su bebida, se abanicó con las manos; papá masticaba. Agregué–: Casi todos los domingos voy a su casa, como con su familia, hasta con su abuela. Me gustaría hacer lo mismo con ustedes –aunque en realidad no me hubiera gustado tanto, porque imaginaba el mal momento que el pobre chico iba a comerse si se concretaba el encuentro.
–Ay, dios mío, qué calor, qué calor –dijo mamá, como si de golpe le hubiera venido la menopausia–. ¿Vos no decís nada? –le preguntó a mi papá, que abrió los ojos como platos. No esperaba que tan pronto fuese su turno de decir algo.
–Eh… –Me miró derrotado–. Eh, bueno, danos tiempo. –Hacía tres años que no tocábamos el amplio abanico de temas que me interesan. Salvo la facultad, porque me va bien y a ellos los enorgullece, y el trabajo, porque trabajar es más importante que ser. Tres años de masticar temas, pero necesitaban más tiempo–. Para procesarlo y que te demos una respuesta–. Eso era lo más loco, que necesitaran tiempo para decirme si querían o no conocer a mi novio, si querían o no actuar una escena diferente, formar parte de un teatro aparte. 

Pasaron casi tres años entre esa escena en la pizzería y el cumpleaños de mi hermana. Yo cambié de novio dos veces. Papá no conoció a ninguno. Mamá conoce al actual, pero no menciona su nombre si en la mesa hay alguien más que mis hermanas. Si se lo hago notar, me da golpes de karate con su lengua. Siempre soy yo el que tiene que entender: entender por qué no puedo llevar un novio al cumpleaños de mi hermana, por qué no puedo contar qué hice en Navidad, por qué no puedo hablar de todo lo que aprendo con Foucault y Preciado, por qué no puedo naturalizar que me gusta la pija delante de mi hermano, por qué es mejor que me calle y mastique, o que me interese por la salud de mis primitos en vez de por las travas que son asesinadas a diario en todas partes. Tengo que entenderlo yo, porque soy el que está mal. Ellos no pueden entender que, después de tantas funciones, me cueste representar mi rol. No pueden entender que me enoje y que me frustre, que me pida un uber apenas dan las doce para no tener que prolongar la ingesta innecesaria de pizza. Si en vez de escribir este artículo, grabo un audio de whatsapp para mis viejos, van a hablarme de respeto. Como cuando les explico por qué ya no quiero a mis tíos, por qué mis primos me fastidian, por qué no visito a mi abuela. “Tenés que respetar al que no piensa como vos”, reduciendo otra vez la cuestión a la esfera de la opinión, como si ser loca y rebelde fuera lo mismo que responder cómo está la comida. Entonces se revela una lógica perversa, angustiante, que iguala el respeto con el silencio. Respetar a mi familia es “no hablar al pedo”, es guardar silencio mientras todos hablan, es aceptar que mi vieja me posea en su discurso aunque se niegue a poseerme fuera de él, a poseerme con todo y putez, con todo y ficciones eróticas, con todo y novios. ¿Piensan ellos que me respetan cuando no hacen más preguntas, y me ven masticar la pizza en silencio, y responden al orgullo de mi vieja con sonrisas ambiguas? 

No, me quieren respetuoso pero no les parezco respetable.
–A lo mejor voy, pero solo el primero –respondo.

Ese “a lo mejor” es mi vía de escape. Al final, podré decir que no había confirmado nada, que desde el principio existió la posibilidad de no asistir a la función de Año Nuevo. La verdad, no creo que me extrañen. Cada rol es único, pero ninguno imprescindible. Si falta la oveja negra, van a pasarlo mejor, igual que yo cuando me faltan ellos. Es algo que entendí hace tiempo, el año en que pasé la primera Navidad con Herni: el guion de la obra familiar me fue impuesto, pero, en última instancia, es mía la decisión de subirme al escenario y ser cómplice de la farsa. Nadie dirige la escena; me di cuenta cuando murió mi abuelo y todo siguió más o menos igual. No somos marionetas, por suerte, sino actores y actrices autodirigidxs. Así que no, papi, disculpame, pero a mí no me van a tratar así, prefiero abandonar el móvil. 

Hay un impás entre la pizza y la torta. Mi hermana más chiquita se sienta al lado mío. Me mira con picardía, se acerca a mi oído. “¿Me contás de la vez que el tío cagó a la tía?”, pide. Y tengo esperanza: no soy el único irrespetuoso.  

Comentarios

  1. Viste cuando te despertás porque sentís hambre, te parás, vas hasta el baño a mear y en lugar de ir a la cocina a desayunar te quedás apoyado contra el marco de la puerta, bueno así lei tu relato y se me cruzò la palabra “soledad”. Describís como sos parte de algo pero al mismo tiempo estás solo dentro de ese mundo que te pertenece por selección y no por tu elección. Pensé en la cantidad de personas que se deben de sentir igual y no pueden romper la cadena familiar. Quizás este 2020 traiga de regalo una pinza para cortar eslabones de cadenas.

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