La Segunda Luna Por Enrique Bruce: A veces, madre hay dos

Por Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)
embruma@gmail.com
Desde las trincheras de la gente que está a favor o en contra del matrimonio igualitario o los derechos de las familias diversas, se disparan grandes palabras como, del lado liberal: “libertades civiles” e “igualdad”, y del lado conservador: “familia” y “tradición”. Mi trinchera personal es la primera y considero que las expresiones de ambas son todas válidas dentro del debate racional. En más de un artículo y en no pocas conversaciones, yo mismo he apelado al discurso abstracto, a aquel que revisa históricamente ciertas demandas civiles del pasado, y aquel que pone sobre el tapete ciertas premisas de lo que llamamos “tradición”. Sin embargo, aún creo que ciertas historias personales, más cerca de la carne y las entrañas, y más distantes del intelecto, pueden resultar tanto o más persuasivas. Me restringiré a una sola en las líneas siguientes:
Entre los años del 2006 al 2009 trabajé como profesor de Lengua española en una secundaria de élite en Nueva York. Aquella escuela, como otras más “estándar” en la esfera educacional pública y privada del país del norte, se mantenía un clima amable para el estudiante (y el profesor) homosexual. Ya es parte del escenario común estadounidense los llamados clubes de “Straight and gay alliance” (alianza entre heterosexuales y gays) para fomentar en las escuelas, los derechos a la libre expresión sentimental de las personas de sexualidad no normativa. Aun así, hay nichos en esa oficialidad conciliadora donde impera la homofobia, la agresión solapada al estudiante varón percibido como afeminado o la muchacha de pelo corto y camisa de leñador. La agresión es sobre todo brutal en las redes sociales, donde todo adolescente se ve casi obligado a tener una cuenta en el Facebook, el Instagram o Myspace para evitar el destierro social en el mundo no virtual (que aún existe). Los niños y adolescentes en ese mundo virtual muchas veces vedado a los adultos, se asemejan a los de la isla de la notable novela de William Golding, “El señor de las moscas”, donde unos muchachos, sobrevivientes de un naufragio y sin el monitoreo de adulto alguno, están sujetos a la ley de la impiedad colectiva.
Una de mis estudiantes, a la que llamaré Ann, me escribió una composición como tarea de casa. Los adolescentes son los mayores enamorados de la verdad y la confesión, atributos peligrosos que se suelen perder (para bien y para mal) en los años de adultez. En su composición, esta muchacha de 16 años me refiere un encuentro en el metro subterráneo de Manhattan, cuando tenía doce o trece años. Se había encontrado nada menos que con su madre que la había abandonado cuando ella tenía nueve. El encuentro fue doloroso y la comunicación entrecortada, y no podía serlo de otra manera, pero por razones poco convencionales. La madre de Ann no era la única, ella había sido criada por dos madres desde el momento en que nació. La madre de la estación del metro no era la madre biológica, la de la estación del metro era la madre que no tuvo derechos de visita cuando se separó de su pareja hacía tres años, la madre biológica de Ann. Los niños solo entienden el lenguaje del amor, no de la razón práctica ni de la jurisprudencia. La niña de doce o trece años de la estación solo supo que la mamá que tenía al frente la abandonó, que no hizo esfuerzos para que se vieran. Ello se lo increpó en la plataforma del metro, cuando más de un tren se detenía brevemente y luego partía ignorando las razones del llanto de una mujer adulta y el de una muchacha. Ann no podía entender que su madre biológica tenía todo el derecho de impedir que su expareja viese a la niña (derecho que le investían las leyes “tradicionales” y que ejerció de modo inmisericorde). La madre de la estación del tren no tuvo la locuacidad de hacérselo comprender, la emoción la embargaba. Años de amor y de sujeción injusta a una “ley” le atragantaban la garganta. El amor puede llegar lejos y puede no sujetarse a ley ninguna, pero las personas que viven ese amor están sujetas indefectiblemente, a leyes que en ciertos momentos históricos, violentan la naturaleza humana. No es casual, pensé yo cuando leía la historia de Ann, que dicha historia haya sucedido en la plataforma de un tren subterráneo, muchos metros por debajo del trajinar de hombres y mujeres que pueden vivir sus amores y llevar lo mejor de sus vidas en la superficie, a plena luz.
Hablé con Ann después de leer su composición. Tornamos al inglés para que se sintiese más a sus anchas. Me refirió de los muchos años que cuando niña, leía cuentos y veía ilustraciones donde no estaba reflejada su propia familia, donde el axioma del primer amor de un ser humano era considerado exclusivamente, como aquel de papá y mamá. Ningún otro tipo de familia podría entrar en la fotografía oficial. A veces callaba, y procuraba contener las lágrimas con la rabia típica de la adolescente que se sabe víctima y se odia por ello.
Su primera familia en cierto modo, vivió siempre bajo los muchos metros de un subterráneo. Después de ese encuentro en la plataforma del metro, ella no volvería a ver a su madre no biológica, aquella que, si bien no era única, era una irreemplazable. El “mamá” tiene siempre el privilegio de lo único para el alma de un niño, por más que sean dos.
Como adulto, no supe qué decirle a una muchacha de 16 años para compensar, aunque sea levemente, esos años de abandono. No podía decirle yo mucho puesto que tanto ella como yo mismo, estábamos sujetos a las leyes contractuales que violentan ciertas naturalezas y relaciones humanas (La sanción del matrimonio homosexual en los EE.UU. en el año 2015, pocos años después de este intercambio, llegaría tarde para ella). Podría haberle hablado sobre la legitimidad profunda del amor, pero ese discurso resulta fútil cuando las leyes escritas muchos metros más arriba de nosotros, las invalidan. Como todos ser humano, los gays y los hijos de gays necesitamos todos de la luz de la oficialidad. También nos corresponde el derecho de salir de los subterráneos imaginarios y ventilar lo mejor de nosotros mismos por calles y parques, sin olvidar a los que aún podrían estar debajo de nosotros, esperando.
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