La Segunda Luna por Enrique Bruce: A la espera de un bello y su bestia
Por Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)
embruma@gmail.com
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La
última entrega del director mexicano Guillermo del Toro, La forma del agua (2017), trae
una cola de premios y buenos auspicios para la entrega de los óscares, como
también trae una dinámica de atracción sexual bastante manida en Occidente: la
de la hembra humana y la bestia. Si bien la actriz protagonista de dicha
película, Sally Hawkins, no conforma el estereotipo de una belleza
holliwoodense in stricto sensu, esa
“desviación” formal no la desplaza del todo del panteón romántico de mujeres
jóvenes y bellas que han sucumbido a los encantos de vanguardia de una criatura
no humana en las varias representaciones artísticas y legendarias de esta parte
del mundo.
El
erotismo como representación, descansa en una historia antigua. Los griegos
propusieron a la belleza humana femenina como encarnación perfecta de la
excelencia del espíritu por alcanzar. Era un cuerpo bello de mujer (antes que
el de un varón) el que inspiraba el areté
o la búsqueda de la virtud. Innumerables soldados griegos abandonaron sus
ciudades y familias para combatir a los troyanos y recobrar a una mujer hermosa
secuestrada por Paris, según nos refiere La
Ilíada, la épica quintaesencial del mundo antiguo.
De otro
lado, reinas humanas del Peloponeso y el Asia Menor fueron seducidas por un
arrebatado Zeus metamorfoseado ya sea en un toro, en un águila o en un cisne.
No hay un registro de un varón humano que haya caído bajo el hechizo de un
animal o una quimera, salvo en una versión del rapto por Zeus del príncipe
efebo Ganimedes, que se convertiría en el copero del dios (y de cualquier modo,
el animal seductor sigue siendo masculino, no femenino, y el seducido es casi
un niño, no un hombre adulto).
La
relación entre una hembra humana, joven y bella por añadidura, y la de una
criatura no humana, se colaría en los siglos por venir, en varias propuestas del
cine y la literatura contemporánea. El siglo XX nos ha traído a un colmilludo Nosferatu
y su Lucy en la estética expresionista alemana de Murnau, a un King Kong y una
bella rubia en una película norteamericana de los años treinta, lo mismo que los
devaneos imaginativos de los estudios Disney con La bella y la bestia o las versiones modernas textuales de El príncipe rana, donde una princesa se
anima a acostarse y besar a un sapo (argumento que se desvía en no poco, de la
versión original de los hermanos Grimm). En estas parejas imaginarias,
encontramos dos subjetividades harto divergentes.
La
primera conforma la subjetividad del varón heterosexual y la fijación por su
objeto de deseo: el de la mujer hermosa y joven. Ríos de tinta se han usado
para escribir comentarios al respecto y es en particular, el discurso feminista
de los últimos cuarenta o cincuenta años donde esa fijación empieza a perder
asidero “esencialista”. No es tanto la naturaleza humana masculina, nos dice la
exégesis de los estudios culturales, la que llevaría a la insistente representación
artística y simbólica en general, de la muchacha bella como objeto casi único
de deseo para el varón, sino serían más bien, los estatutos de dominación
masculina los que propondrían la belleza y la juventud combinadas como único
capital personal posible de la hembra humana. Otras cualidades psicológicas o
morales de la mujer quedarían “ninguneadas” o anuladas del todo. El juego de la
excelencia femenina representada se restringiría así, al ámbito estrecho de su
físico. El juego masculino de su propia representación, en cambio, por
oposición, rebasaría el ámbito de los encantos físicos del varón para poder
hacernos calibrar su persona mediante su desempeño público y el despliegue de
otras características de su temperamento.
La
segunda subjetividad es más sutil y variopinta: la de la mujer heterosexual. No
pocas veces, una fémina puede sucumbir a los encantos de un hombre joven y
guapo, pero su subjetividad deambulará por otros terrenos de matices más ricos.
La mujer considerará otras variables en juego, no solo la del atributo físico
de su objeto de deseo sino también la del talento, la inteligencia, la de la
valía moral o sencillamente, la de la impronta de un hombre particular en algún
aspecto de la arena pública (sea social, política o económica).
La
puesta en escena harto conservadora recreada una y otra vez: la de la hembra
humana seducida por una bestia, nos lleva paradójicamente, a una versión
interpretativa de dicha relación que hacen explícitos los límites de la subjetividad
masculina tradicional. El conservadurismo de la imagen de la mujer y su bestia
luce un filón progresista: la de la propuesta de una subjetividad diferente
para el varón, la de sugerir para su deseo una alternativa a la de mujer dotada
de juventud y hermosura. Se manifiesta así, menos la sujeción de la mujer a una
imagen monolítica como objeto de deseo, y más el estrecho campo imaginativo y
espiritual de la libido masculina.
¿Por qué
no “un bello” seducido por una bestia? ¿Por qué no para el juego de la
subjetividad sexual del varón una mayor expansión vivencial? Y no hablo aquí
solo del varón heterosexual (o AL varón heterosexual); en el imaginario gay se
ensalza también la fisonomía de hombres jóvenes y atléticos como el non plus ultra de lo que se debería ser
y de lo que se debería desear. Ese imaginario continúa siendo el areté contemporáneo de los clubes
nocturnos, los cócteles y los spas de
hombres homosexuales de clase media y alta.
El buen
sexo consiste en el abandono de sí mismo (sabiduría más comentada que
internalizada). Su equivalencia corresponde al éxtasis (ek – stasis: salirse, en griego, del propio estado). La reiteración
de ciertas imágenes y propuestas de relación erótica en los medios de prensa y
digitales, ya sean artísticos, pornográficos o de difusión comercial, canaliza
nuestros torrentes de deseo más de lo que imaginamos. Nuestra sexualidad se
torna en su propia negación, deviene en una predictibilidad, en un no salir de los parámetros fijados por
la simbología redundante y controladora (Lo opuesto al ek – stasis). La sexualidad debería ser una oportunidad de
conocimiento, un construirse, no por los parámetros pre-fijados de una política
contractual alejada de lo libertario, sino por los lineamientos persuasivos que
nos dejarían ser plenamente por y gracias a nuestros objetos de deseos, por lo
que ellos nos dicten ser. De manera
inversa al Pigmalión que crea la estatua de la mujer que poseerá, dejémonos
poseer por nuestro objeto de deseo. El tú y el yo en el sexo de revelación
espiritual, son instancias donde se admite no solo el cuerpo del otro, sino su subjetividad.
Es hora de que el varón aprenda a desear un sujeto agente, con iniciativa, y no
solamente un cuerpo-objeto de atributos preestablecidos.
Esperemos
confiados, en la bestia liberadora.
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