LA SEGUNDA LUNA POR ENRIQUE BRUCE: Lo que sabemos entre líneas


Por 
Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)

embruma@gmail.com

Las personas homosexuales hemos vivido entre líneas, nos hemos expresado por omisiones y hemos acudido a cualquier respiradero en nuestros días más sombríos del closet.

Y hemos leído también entre líneas los libros que no hacían explícita la temática gay. Hemos distinguido la verdadera topografía en la cual dos amigos o dos amigas se paseaban a la sombra de los árboles en las páginas reposadas de alguna novela. Hemos sabido interpretar por igual, el apretón de manos entre amigos que se sostenían la mirada en alguna película. Hemos podido prever una posibilidad de existencia más allá del halago al vestido o al peinado de una amiga a otra en alguna escena insulsa pero señera para nosotros. 

Hemos hablado en nuestros escamoteos de “una amiga me ha dicho que era gay” cuando esa amiga era una misma. Hemos pospuesto muchas veces una respuesta definitiva a la hora de preguntarnos que cuándo traías a una novia a casa. “No tenemos tiempo”; “Las chicas son difíciles” replicábamos sin convencimiento, casi a sabiendas de lo artificial de la respuesta e inconscientemente indiferentes a esa artificialidad conspicua. Más arduamente hemos fingido placer en la teatralidad de la cama y hemos sido expertos en proveer el placer que a nosotros nos era esquivo, al menos en un algún grado.

Los superhéroes que poblaban cómics y películas portaban el antifaz o la máscara que nos eran absolutamente naturales. Su doble identidad era nuestra doble identidad. Sentíamos en nosotros, poderes sobrenaturales y ocultos y no nos equivocaríamos: Tarde o temprano la energía sexual volcánica despertaría en nuestro interior, en un futuro presentido.

Viajábamos en las ficciones textuales o fílmicas. Acompañábamos al protagonista en tierras desconocidas diseñadas por el realismo o el registro sobrenatural y nos imaginábamos a nosotros mismos conquistando territorios que sabríamos nuestros, tarde o temprano. Me acuerdo de un viaje en particular en unas páginas de Julio Verne, de “El rayo verde”, donde una joven muchacha del siglo 19 se negaría al matrimonio hasta no ver despuntar el chispazo esmeralda, brevísimo (verídico), coronando el sol cuando este cayera sobre el mar, fenómeno que se daba en ciertas latitudes y circunstancias climáticas. La joven viajaría durante meses oteando horizontes lejos de su Europa natal para conseguir esa visión. No olvido a sus acompañantes de viaje, dos hombres solteros, de avanzada edad, tíos de la protagonista. Dos hombres que habían vivido juntos y cuya vida privada quedaba salvaguardada en el argumento discreto del libro del escritor francés.

La joven vería el rayo verde en la última página de la novela breve; no leeríamos sobre su eventual matrimonio y la consumación de su destino heterosexual supuesto. Toda su historia fue una búsqueda de ese milagro meteorológico que encendía atardeceres privilegiados.

Hay algo malditista en todo joven homosexual recluso de sus secretos. De adolescentes, contemplábamos con fascinación en el ecran la mirada de un vampiro clavada sobre su víctima del mismo sexo. El director alemán Werner Herzog recrearía en los ochenta el “Nosferatu” de fama, de su connacional Friedrich Murnau que lo había precedido sesenta años antes, en una entrega de antología del cine mudo. Una criatura de aspecto cadavérico y de incisivos imposibles se acerca, en una escena de la versión de Herzog, a un hombre corpulento, su huésped, echado en su cama. Su víctima lo mira horrorizado pero no puede dejar de fijar sus ojos en él, ni hace nada por evitar el beso y los dientes mortíferos en su cuello. La criatura de fisonomía espeluznante triunfa en su conquista de muerte sobre el hombre atlético aterrado pero fascinado a la vez, por él. Muchos ríos de sangre corrieron en el cine, antes de la saga de “Crepúsculo”.

En algo, nosotros hemos triunfado con el monstruo. Somos el depredador que se desliza en la sombra, que le huye al sol, que sabe cómo seducir a su víctima antes de aniquilarla. O somos, en otra lectura, la víctima; el vampiro pide que seamos uno con él en su deseo de sangre joven. Somos la criatura que le teme a la criatura que somos nosotros. Somos la criatura deformada y repelida por el discurso imperante que niega la naturaleza humana múltiple. 

Somos la víctima o el monstruo. Somos ambas. No somos ninguna. No sabemos.

Llegaremos a alguna certeza en los años de madurez.

El repaso de la sexualidad honda en Occidente partió de la mujer y del sodomita en los tratado médicos y en la imaginación de los escritores del siglo 19. El varón heterosexual estaba revestido de normalidad plena, poco de él habría poco que auscultar que no fuera algún fetiche o la práctica sadomasoquista; la sexualidad de la mujer y de la persona que deseaba a gente de su mismo género, en cambio, invitaban a la interpretación aguda de una energía que parecía por momento destruir a la persona que la desplegaba. La mujer adúltera en el siglo 19, podría ser recluida en un sanatorio. La sexualidad pre-marital llevaría a una muchacha al ostracismo social. La cárcel, el chantaje o el oprobio público podrían sobrevenir al homosexual o el trasvestido. La menor atención analítica de la lesbiana avisaba de la discriminación general contra la mujer; de hecho, la libido de la mujer heterosexual (o presumiblemente heterosexual) estaba más concienzudamente monitoreada por ser compañera de facto o potencial de un varón. 

El deseo homosexual salió del catálogo de una mera perversión en el siglo 19 para convertirse en una identidad, en “otra naturaleza” según las sospechas de Sigmund Freud. He allí que los esbozos que se hacían de esa nueva “criatura” era necesariamente fragmentada, diseminada en los recintos a veces inconexos del género y la energía sexual. ¿Hombre o mujer? ¿Un tercer sexo? La imaginación enfebrecía la mente tanto del psiquiatra como del novelista. La naturaleza del homosexual se convertiría en especulación de otros y de sí mismo. Sin embargo, fue el examen pasmado sobre este lo que abriría el espectro, con los muchos años y equívocos, de la naturaleza sexual humana en general. Es a través del estudio del “desviado” que llegaríamos a conocer o tratar de delinear a la persona que se desenvolvería en lo “normal”.

Los siglos corren de manera paralela a la edad de una persona; en nuestra adolescencia, para muchos, la lesbiana o el gay tantean su propia naturaleza a la manera decimonónica, tratando de encontrar un sentido a su desvío. Como con el engendro de Victor Von Frankenstein (otra alegoría cruel de nosotros), procuraremos concebir un ser humano reuniendo los pedazos que el discurso heteronormativo ha unido malamente, a la manera que se hacía en los siglos 18 y 19 con los cadáveres conseguidos de las morgues municipales europeas (De hecho, la visión de Mary Shelley y su cadáver revivido de fama, iba paralelo a los descubrimientos anatómicos de lo humano y a las posibilidades del galvanismo y la convicción de la energía vital). 

La madurez de cada individuo, en materia de conocimiento sobre lo sexual, es nuestro siglo 20; el mayor conocimiento de lo sexual de estos años, gracias al diálogo franco y la mayor exploración de las ciencias tanto sociales como biológicas, nos sitúa en una zona de confort no prevista en el siglo tumultuoso anterior ni en los sismos de nuestros años adolescentes. 

Sabemos más pero a la manera socrática: sabemos lo poco o nada que sabemos de la naturaleza humana en general. Los atisbos positivistas se revisten de metafísica para elucubrar sobre las identidades de género y sobre el espectro amplio de los deseos. Si antes el cuerpo del homosexual estaba cosido con los pedazos que nos dispensaba el discurso heteronormativo, en estos últimos lustros se multiplican más bien muchos cuerpos, pretendidamente unificados: el transexual (un cuerpo), el intersexual (otro cuerpo), el no binario (otro cuerpo), el bisexual (otro), el cisgénero (otro) y una larga amalgama de posibilidades corpóreas. Asumimos que a diferencia del pasado, sabemos quiénes somos en la identidad politizada de hoy, sobre todo en sociedades materialmente desarrolladas y con el foro público más despejado.

Pero una adolescente, en cualquier rincón del planeta, de cualquier condición social, sabe de los (súper) poderes ocultos en su ser que pueden estallar en ella de manera sorpresiva, porque los cursos de la sexualidad son imprevistos. Ella se verá en el eterno dilema en esos años, de ser la depredadora o la víctima, o ambas. O ninguna. Sabrá a la larga, lo (poco) que sabemos el resto.

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