LA SEGUNDA LUNA POR ENRIQUE BRUCE: El fútbol como ficción
Por Enrique Bruce Marticorena (Desde Lima, Perú)
embruma@gmail.com
Empecemos por lo que sabemos: que el fútbol en las grandes ligas mueve mucho dinero. Sus astros internacionales están entre los deportistas mejor pagados del planeta. La FIFA ha movido más capital en estas últimas décadas que muchos países en vías de desarrollo (que consumen también fútbol). El sustrato del gran capital se procura disimular en el discurso político y comercial que envuelve el deporte rey. El ruido de las monedas que discurren y chocan por lo bajo es sofocado por el grito de aliento de la hinchada. Las palmas aplauden en las tribunas; dos palmas se frotan entre sí en una junta de directorio de la FIFA.
La fiebre futbolística debe haber elevado su temperatura desde la primera transmisión en vivo de los mundiales (Suiza tuvo ese honor en 1954). La semiótica de la imagen entró así al servicio de uno de los espectáculos más lucrativos, después del cine. El fútbol aprendió mucho de semiótica a través de los años. Las cámaras siguen a los cracks en las canchas y los capturan en primeros planos, contrastando sus figuras con la de las masas anónimas que los corean. Los astros, a veces, se desplazan en cámara lenta, sobre todo cuando están dominando una pelota, tanto en el re-play como en el spot publicitario. La estrategia de la cámara lenta para enaltecer a ciertas figuras no es gratuita: los dioses, en un plano temporal distinto al nuestro, se mueven, en efecto, más despaciadamente que los humanos. En ciertas cosmogonías asiáticas, los dioses no son inmortales pero viven muchos más años que nosotros. Un día en la vida de esos dioses representa mil años en la historia de la humanidad: El desplazamiento de estos seres superiores es, en consecuencia, más lento desde nuestra perspectiva. Por lo limitado de una vida humana o el conjunto de generaciones sucesivas, le adjudicamos inmortalidad a criaturas que no vemos desplazarse. De modo inverso, estos seres nos ven desplazándonos en cámara rápida. Esto genera el efecto cómico usado en no pocas películas. Los dioses nos miran con sorna, cuando se percatan de que existimos (Desde el punto de vista de las bacterias, que viven unas horas, los dioses somos nosotros. La inmortalidad es nuestra).
No solo la imagen ensalza la ficción del fútbol. Lo hace todo discurso que lo acompaña en los medios de comunicación. Arrebatamos de los discursos políticos nacionales tradicionales términos como “unión” , “fuerza”, “coraje”. Los jugadores estrellas desplazan al héroe épico en esta nueva estratagema del capital. Cuando vemos a un grupo de hombres con los colores de nuestra bandera en una cancha, nos sumergimos en el espejismo épico. Así como frente a un una película nos olvidamos de que hay actores con un libreto aprendido, olvidamos que tenemos en la cancha jugadores bien pagados y suspendemos nuestra incredulidad de modo tal que nos emocionamos con sus logros o derrotas como si fueran nuestras. En esa ficción, un puñado de hombres es todo el país. Las manos que levantan una copa mundialista, a la manera de un ritual (la religión también presta sus estrategias) son manos capturadas en millones de pantallas y son las manos de todos. Todos nos levantamos como en una ola procurando escapar de la llaneza del anonimato o de la muerte.
¿Podemos escapar de esa ficción? No, nunca lo hemos hecho. Las historias que se han contado desde que nos reuníamos alrededor de las fogatas en medio de los bosques nos han sumergido en las luces y sombras de la ficción. Las palabras y la edición de las mismas traían los espectros de la noche o las bonanzas de un día soleado. Gracias a la ficción podemos recorrer tierras que nuestros pies nunca han tocado, estremecernos en el fragor de una guerra que no hemos librado o posar nuestras cabezas sobre el hombro de un amante imposible. Estamos hechos, como adelantó Shakespeare, de la misma materia de los sueños.
La ficción está imbuida en nuestra naturaleza y es ella una oportunidad de ascenso espiritual. El fútbol y su discurso épico, una película, o una pieza teatral, nos soliviantan emociones, muchas de ellas positivas (no todas). Son todas ellas formas de ficción que abren la posibilidad de un cambio en nosotros. La emoción en sí, nunca debe ser el objetivo último de una experiencia humana, debe ser el primer paso para el compromiso con uno mismo y los demás. Cuando gritemos GOOOOOL no nos imaginemos que como nación estamos unidos. Pensemos en lo que nos falta para estarlo. Después de la ficción tenemos la oportunidad de vivir nuestras propias vidas, no una vicaria. Cuando cae el telón o se vacían los estrados de un estadio, empieza la tarea ardua, a veces desprovista de emoción, de ser nosotros.
embruma@gmail.com
Empecemos por lo que sabemos: que el fútbol en las grandes ligas mueve mucho dinero. Sus astros internacionales están entre los deportistas mejor pagados del planeta. La FIFA ha movido más capital en estas últimas décadas que muchos países en vías de desarrollo (que consumen también fútbol). El sustrato del gran capital se procura disimular en el discurso político y comercial que envuelve el deporte rey. El ruido de las monedas que discurren y chocan por lo bajo es sofocado por el grito de aliento de la hinchada. Las palmas aplauden en las tribunas; dos palmas se frotan entre sí en una junta de directorio de la FIFA.
La fiebre futbolística debe haber elevado su temperatura desde la primera transmisión en vivo de los mundiales (Suiza tuvo ese honor en 1954). La semiótica de la imagen entró así al servicio de uno de los espectáculos más lucrativos, después del cine. El fútbol aprendió mucho de semiótica a través de los años. Las cámaras siguen a los cracks en las canchas y los capturan en primeros planos, contrastando sus figuras con la de las masas anónimas que los corean. Los astros, a veces, se desplazan en cámara lenta, sobre todo cuando están dominando una pelota, tanto en el re-play como en el spot publicitario. La estrategia de la cámara lenta para enaltecer a ciertas figuras no es gratuita: los dioses, en un plano temporal distinto al nuestro, se mueven, en efecto, más despaciadamente que los humanos. En ciertas cosmogonías asiáticas, los dioses no son inmortales pero viven muchos más años que nosotros. Un día en la vida de esos dioses representa mil años en la historia de la humanidad: El desplazamiento de estos seres superiores es, en consecuencia, más lento desde nuestra perspectiva. Por lo limitado de una vida humana o el conjunto de generaciones sucesivas, le adjudicamos inmortalidad a criaturas que no vemos desplazarse. De modo inverso, estos seres nos ven desplazándonos en cámara rápida. Esto genera el efecto cómico usado en no pocas películas. Los dioses nos miran con sorna, cuando se percatan de que existimos (Desde el punto de vista de las bacterias, que viven unas horas, los dioses somos nosotros. La inmortalidad es nuestra).
No solo la imagen ensalza la ficción del fútbol. Lo hace todo discurso que lo acompaña en los medios de comunicación. Arrebatamos de los discursos políticos nacionales tradicionales términos como “unión” , “fuerza”, “coraje”. Los jugadores estrellas desplazan al héroe épico en esta nueva estratagema del capital. Cuando vemos a un grupo de hombres con los colores de nuestra bandera en una cancha, nos sumergimos en el espejismo épico. Así como frente a un una película nos olvidamos de que hay actores con un libreto aprendido, olvidamos que tenemos en la cancha jugadores bien pagados y suspendemos nuestra incredulidad de modo tal que nos emocionamos con sus logros o derrotas como si fueran nuestras. En esa ficción, un puñado de hombres es todo el país. Las manos que levantan una copa mundialista, a la manera de un ritual (la religión también presta sus estrategias) son manos capturadas en millones de pantallas y son las manos de todos. Todos nos levantamos como en una ola procurando escapar de la llaneza del anonimato o de la muerte.
¿Podemos escapar de esa ficción? No, nunca lo hemos hecho. Las historias que se han contado desde que nos reuníamos alrededor de las fogatas en medio de los bosques nos han sumergido en las luces y sombras de la ficción. Las palabras y la edición de las mismas traían los espectros de la noche o las bonanzas de un día soleado. Gracias a la ficción podemos recorrer tierras que nuestros pies nunca han tocado, estremecernos en el fragor de una guerra que no hemos librado o posar nuestras cabezas sobre el hombro de un amante imposible. Estamos hechos, como adelantó Shakespeare, de la misma materia de los sueños.
La ficción está imbuida en nuestra naturaleza y es ella una oportunidad de ascenso espiritual. El fútbol y su discurso épico, una película, o una pieza teatral, nos soliviantan emociones, muchas de ellas positivas (no todas). Son todas ellas formas de ficción que abren la posibilidad de un cambio en nosotros. La emoción en sí, nunca debe ser el objetivo último de una experiencia humana, debe ser el primer paso para el compromiso con uno mismo y los demás. Cuando gritemos GOOOOOL no nos imaginemos que como nación estamos unidos. Pensemos en lo que nos falta para estarlo. Después de la ficción tenemos la oportunidad de vivir nuestras propias vidas, no una vicaria. Cuando cae el telón o se vacían los estrados de un estadio, empieza la tarea ardua, a veces desprovista de emoción, de ser nosotros.
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